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Nuestras soledades

Por Yolanda Camacho Zapata

Febrero 09, 2021 03:00 a.m.

A

Nada más íntimo que la soledad, pero tampoco nada más universal. A últimas fechas, presto mi oído a diferentes soledades. Platicaba por teléfono con cierta mujer que, sin ser propiamente cercana, comenzó hilvanar su annus horribilis para mí: desde hace por lo menos un lustro vive sola, acostumbrada a disfrutar estar consigo misma y  sociabilizando cuando le pegaba la gana, lo cual era bastante frecuente. Ahora, casi un año después, se ha dado cuenta que la ansiedad comienza a ocupar una parte importante de su tiempo. Su trabajo le ha permitido estar laborando desde casa y confiesa que el temor a enfermar le ha había obligado a  hacerse responsable y no salir mas que para lo indispensable. Pero el paso de los meses ha hecho que ya hasta sus perros le fastidien y vive entre la disyuntiva de salir o no salir para cualquier cosa. Sabe que necesita estar a fuera para oxigenarse, pero también le da miedo. Se ha entregado al ostracismo; ya no quiere, incluso, hablar por teléfono nada más para saludar a sus amigos o a su familia. Se enoja cuando se entera que alguien salió a una reunión, pero también los envidia. 

Una madre de familia me contaba que ella y su marido ha tenido que salir a trabajar, eso sí, en turnos escalonados, lo cual ha hecho que estén juntos mucho más tiempo de lo que hace un año. Se han dado cuenta de manías mutuas que antes no se conocían y que no les son simpáticas. Hábitos adquiridos desde la intimidad de las oficinas que ahora ya no están  y que se vuelcan en la casa, donde antes había ese espacio libre de ocurrencias. Inevitablemente, uno escucha los procesos del trabajo del otro y comenzaron a opinar sobre sus respectivas decisiones profesionales. Lo que parecía al inicio de la pandemia un intercambio fructífero, se ha vuelto ahora engorroso y motivo de pleitos. Ambos tienen la misma formación profesional, aunque su desarrollo laboral ha sido diametralmente opuesto. Los dos creen saber lo que es mejor, así la cercanía física no ha servido mas que para alejarlos. 

El hermano de una persona que conozco, recientemente divorciado, hace once meses había agradecido a la vida que la pandemia le hubiera caído ya con un departamento propio con espacio para él y las visitas semanales de sus hijos. De haber estado todavía en el domicilio familiar aquello se hubiera vuelto un campo de batalla y lo cierto es que su separación, en muchos sentidos, pudiera ser considerada ejemplo de madurez por ambas partes, cosa que quizá no hubiese ocurrido de seguir juntos. Hace poco, llamó a su hermana en estado de pánico: estaba sudando, sentía taquicardia, mareado, con punzadas en el corazón. Creyó que se estaba infartando. La hermana salió volando a auxiliarlo y aquello acabó diagnosticado como un ataque de ansiedad; el más fuerte después de una serie de episodios en los cuales el hombre había hiperventilado, tenía frecuentes noches de insomnio y una insatisfacción general que le hacía marearse. 

Por alguna razón, algo nos censura cuando se trata de reconocer la propia soledad. Creemos que es un mal exclusivo propio de personajes patéticos e insatisfechos. Mucho más en este mundo en donde nos urgen a “pensar positivo”, “alejar la mala vibra”, “tener buena actitud”; como si negándoles el saludo las ansiedades desaparecieran. Falsamente creemos que la soledad es exclusiva de quien la padece, cuando pocas cosas hay tan universales y tan humanas. Quizá únicamente juntando nuestras soledades podamos resistir todo lo que nos falta.