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Platón mexicano

Por Yolanda Camacho Zapata

Abril 20, 2021 03:00 a.m.

A

Aparentemente, los únicos lugares que han tolerado la larga y pacífica convivencia de ideas completamente disímbolas, son las bibliotecas. Quizá también algunas ágoras griegas, o ciertas plazas . Pero aquello suena tan anacrónico, que casi podemos dar al por clausarado el espacio  público de la tolerancia.   Habrá quien alegue que el debate ahora se centra en el hábitat virtual, bajo el amplio paraguas de las redes sociales, y quizá les asista algo de razón. Sin embargo, podría también alegarse que aquello, en lugar de ser el espacio para la construcción democrática, es más bien el consultorio de un preocupadísimo psiquiatra que espera pacientemente a ver cuándo termina el desahogo de iras y frustraciones. 

Tres personajes vienen a la mente, Churchill el primero. Afirmaba que  los enemigos no se encontraban en la bancada de enfrente del parlamento inglés, donde se sentaban los miembros del partido contrario, sino en los asientos de atrás, donde se ubicaban sus propios compañeros de partido. No es lo mismo ser adversario, que ser enemigo. Konrad Adennauer decía más o menos lo mismo: “Hay tres tipos de enemigos: los enemigos a secas, los enemigos mortales y los compañeros de partido.” Giulio Andreotti hacía la misma distinción. Decía que en la vida había amigos, conocidos, adversarios, enemigos y compañeros de partido. Vaya que el trío algo supo del tema. Los golpes más duros de la intolerancia, usualmente vienen desde dentro del seno del propio grupo a donde se pertenece. Aquí lo tropicalizamos con la muy famosa frase “No me ayudes, compadre.”

La ira desmenuzada es generlmente ruidosa y dañina. Liberadora, quizá, pero al final, improductiva. Por tanto, resulta casi natural que ante la escasa presencia de diálogo constructivo y frente al exceso de monólogos cargados de ira,  algunos clamen por la existencia de un censor multipoderoso que se encargue de callar las estupideces que pululan por ahí. Tal vez a primera vista resulte cómodo tener a la mano a un gran regulador de voces. Quienes defienden tal posiblilidad hablan desde el alivio que seguramente les cause saber que habrá un buen número de buenas conciencias que opten por abandonar la tarea de razonar para después contraargumentar y finalmente, decidan silenciarse en un modo acomodaticio que desafortunadamente, resulta bastante popular. 

Platón no era un gran fan de la democracia de su tiempo. Dice Irene Vallejo que las ideas del filósofo le han parecido siempre “asombrosamente esquizofrénicas en su explosiva mezcla de libre pensamiento e impulsos autoritarios”.  Tiene razón. Por un lado, está aquél famosísimo diálogo de La Caverna, usado en cada clase de Ciencias Políticas en el mundo, donde, usted recordará, lectora, lector querido, un grupo de personas permanece encadenada a espaldas de una fogata, dentro de una cueva. Las sombras proyectadas son la única realidad percibida… hasta que uno de los presos se libera, sale de la caverna y encuentra una invitación, casi desafío, a la duda de las realidades percibidas, a cuestionarse la existencia y plantearse que tanto se vive entre mitos y proyecciones. Es un texto bellísimo. Y luego, continúa Vallejo, está ahí, páginas adelante, el Libro Tercero, que ciertamente es un elogio a la educación, pero a la educación seria, con decoro, rígida y estricta que invita incluso a limitar las lecturas para los jóvenes, a prohibir la poesía y el teatro si en ella existieran personajes inferiores y débiles, como esclavos, o mujeres. Peor si entre ellos se encontraran dioses retratados como frívolos, edonistas, propensos a los desmanes y, bueno, cualquiera con mínimos conocimientos de mitología griega sabe que los dioses no pueden existir de otra manera. Entonces, ahí está el gran filósofo, mostrándonos una genial alegoría a la duda razonada, esa que cuestiona la escencia misma del ser y, al mismo tiempo, sentando bases para un Big Brother Orweliano.  Platón hubiera sido un excelente mexicano, portador de todas aquellas contradicciones que nos hacen surrealistas e indesifrables. 

Somos el pueblo que clama, exige libertad de expresión, siempre y cuando se grite únicamente aquello en lo que estamos de acuerdo; porque de lo contrario, no hay razón que se justifique, ni argumento que valga. Entonces, demandamos que se acallen las voces, que venga alguien y ate un gran bozal a los discidentes. Siento decepcionar a los partidarios de los nuncas porque contrario a la voz popular que afirma que esto “nunca había pasado”, basta con revisar, no vayamos tan lejos, los últimos dos siglos de este país para darse cuenta que estamos más bien, llenos de siempres o de casi siempres.

Pareciera que no acabamos de entender aquello que Churchill, Adennauer o Andreotti bien explicaron: hay niveles, no generalidades. No es nuestro enemigo el que disiente,  sino más bien lo sea el que calle, o el que incluso hasta el que asienta cada cosa que digamos. Sin embargo, para entender las diferencias, hay que liberarse de la cadena y ver de frente la fogata; salir de la caverna y darse de topes en el mundo. Sin embargo, hay quienes encuentran comodidad entre las sobras. Allá ellos. Que se queden sin entender.