La semana pasada concluimos la primera parte de esta exposición, señando mi intención de ir más allá de la comodidad etimológica de considerar a la democracia como “el gobierno del pueblo”. Para hacerlo, recordemos, me basaré en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y solo en esa Constitución.
El artículo treinta y nueve de este documento fundacional señala que: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Hay un nivel primario de lectura y entendimiento de este texto normativo en el que, justamente, radica la cuestión por la cual, de manera generalizada, nos limitamos solo al aspecto de participación ciudadana activa en lo relativo al concepto de democracia.
Cuando el artículo en mención señala que la soberanía reside en el pueblo y que el pueblo tiene el derecho de alterar o modificar su forma de gobierno, en efecto, infiere que es esa decisión popular la que da forma a la idea afín del kratos del pueblo. Sin embargo, de una lectura de conjunto, las tres frases dicen mucho más.
Que el pueblo es soberano, sin duda; que el pueblo tiene el derecho de cambiar o modificar su gobierno, también cierto, porque, de no poder hacerlo, no sería soberano, pero, cuando la parte intermedia dice que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este, se nos presenta el enlace necesario entre los dos extremos. La primera frase, declarativa, al igual que la tercera, determinan en su conjunto la existencia de un hecho incontrovertible: el pueblo manda. Sin embargo, cuando se señala que todo poder dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste, ya no basta solo una cuestión numérica, esto es, no es solo la suma de individualidades lo que da sentido a la democracia, sino que esa decisión popular debe llevar implícita una determinación de beneficio a su favor, de manera que un poder público que no cumple con esta aspiración, deja de ser democrático, aunque haya sido decidido por la mayoría.
Y es que la democracia no solo es cosa de mayorías. El matemático John Allen Paulos ha establecido que no siempre la información de la mayoría, por ese hecho, necesariamente es la correcta y que, incluso, mientras más personas sostienen una verdad no comprobada plenamente, mayor probabilidad tiene de ser errónea. Por su parte, el filósofo Gustavo Bueno ha señalado que “cien individuos que por separado pueden formar un conjunto distributivo de cien sabios, cuando se reúnen para hacer un manifiesto como el que comentamos constituyen un conjunto atributivo formado por un único idiota”, al comentar un documento político firmado por un grupo de inconformes.
No podemos considerar que la mayoría no puede equivocarse. Por el contrario, hay pruebas palpables que las motivaciones por las cuales un individuo manifiesta su fragmento de expresión soberana obedece más a sentimientos, enojos y percepciones que a certezas y visiones de eso que el artículo treinta y nueve constitucional denomina como instituido en favor del pueblo, al hablar del poder público. El que la decisión mayoritaria deba respetarse, es otra cosa, aunque, hay que decirlo, deben existir mecanismos de enmienda (que algunos hay pero no son eficaces, realmente) para resolver una errata democrática.
Esto me lleva a concluir que, a efecto de dar contenido al concepto de “democracia” no podríamos dejar, a la luz de este precepto, la cuestión solo en un aspecto numérico, como lo viene a demostrar la revisión del resto de las menciones a lo democrático a lo largo de la misma Constitución, en las cuales se confirma la integralidad que debemos tener de una definición que es necesaria y va más allá de las páginas de un libro de texto, sino que debe ser nuestra guía esencial de la vida en sociedad.
La próxima semana abordaremos, en la tercera parte, la
confirmación de que la democracia no es cuestión de porcentajes, exclusivamente.