Sin sorpresas
“Me da dos condones, por favor”. Eso pidió Uglicio en la farmacia. Lo sabemos: Uglicio es el hombre más feo de la comarca. El farmacéutico lo vio, le dio lo que quería y le dijo luego: “Ojalá pueda usted usarlos. Caducan en 10 años”… Doña Chalina, mujer amiga de chismes y cotilleos, le preguntó a doña Pasita, su vecina: “¿Ya sabes que Loretela se va a casar con el Torón?”. “¿El Torón? -se asombró doña Pasita-. ¿Ese rudo sujeto de 2 metros de estatura y 120 kilos de peso, con cara de Frankenstein, piernas semejantes a troncos de árbol y brazos como aspas de molino? ¡Qué barbaridad! ¿Pues dónde tiene el gusto Loretela?”. “No sé -repuso doña Chalina-. Supongo que donde lo tenemos todas”… Eran cuatro espadachines: uno alemán, otro francés, otro inglés y Pancho el mexicano. El ministro del rey iba a escoger entre ellos a quien sería el jefe de la guardia de corps del soberano. Pasó un mosquito por el aposento. El alemán sacó su espada y en el vuelo lo partió en dos. Otro mosquito vino, y el francés lo dividió en el aire en cuatro partes. Pasó uno más, y el inglés lo hizo ocho pedazos con su arma. Llegó otro mosquito, y el mexicano le tiró un espadazo. El mosquito siguió volando. Dijo el primer ministro: “No lo mataste”. Replicó Pancho: “No era ésa mi intención. Pero el cabrón ya no podrá nunca tener hijos”… Los revolucionarios tumbaron la puerta del convento de las madres de la Reverberación y se metieron en el claustro. El jefe de los rebeldes le dijo a sor Bette, la madre superiora: “Si no quiere usted que mis soldados sacien sus bajos apetitos en las monjas deberá escoger entre beberse esta botella de mezcal o enfrentar al soldado Pitochón, el hombre más dotado de todo el regimiento”. “Me beberé la botella -replicó sin dudar sor Bette-. No puedo faltar al solemne voto de castidad que hice al ingresar en la orden”. En efecto, la reverenda procedió a beberse la botella. Le dio el último trago y enseguida exclamó con tartajosa voz al tiempo que daba en la mesa un manotazo: “¡Ahora sí! ¡Que venga el soldado Pitochón!”… Lord Highrump fue al Lejano Oriente. (¡Tonto! ¡Habiendo uno tan cercano!). Allá tuvo trato carnal con daifas de diverso origen, pues era hombre dado a placeres de libídine. Al regresar a Londres se percató, alarmado, de que su atributo masculino mostraba una extraña coloración que, si me es permitido describirla en términos de heráldica, era de sinople y gules, o sea una parte verde y la otra de color rojo encendido. Acudió a la consulta de un médico, el cual, después de examinarle -de lejecitos- la susodicha parte le manifestó: “Presenta usted el fatal síndrome llamado de Farfaria. Tendré que amputarle su parte de varón”. “¡Ah no! -profirió sir Highrump-. La quiero mucho. Buscaré una segunda opinión”. Fue con otro médico y le expuso su problema. Después de la obligada revisión, también muy cuidadosa, dictaminó el galeno: “No hay necesidad de amputar esa parte”. “¿De veras, doctor?” -se ilusionó sir Highrump. “No -confirmó el facultativo-. En unos cuantos días solita se le va a caer”… Curiosa e interesante es la historia de Libidio. Conoció a unas bellísimas gemelas y desposó a una de ellas. A los seis meses de casado se presentó ante el juez de lo familiar a pedir el divorcio. Le preguntó el letrado: “¿Por qué quiere divorciarse?” “Verá usted, señor juez -narró Libidio-. Vino a visitarnos la hermana de mi esposa, que es idéntica a ella. La confundí con mi mujer y le hice el amor”. “¿Cómo es posible? -se sorprendió el juzgador-. Debe haber alguna diferencia entre ellas”. “¡Vaya si la hay! -replicó Libidio entusiasmado-. ¡Por eso quiero el divorcio!”. FIN.