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Tocaremos puerto

Por Yolanda Camacho Zapata

Junio 07, 2022 03:00 a.m.

Ayer me di cuenta que comienzo a olvidar ciertos detalles de la casa de mis abuelos. Me costó trabajo acordarme cómo quedó la planta baja después de una remodelación que hicieron por ahí de la década de los noventas. Recordaba la distribución de antes, con una fuente haciendo escuadra entre la sala y el comedor. Me angustié. Ese lugar fue un escenario principal en la infancia. Sentí que perdía algo más que la memoria. Recuerdo bien, eso sí, el piso de parquet, el muro de piedra negra a la entrada, las escaleras esquinadas de madera, el barandal abierto, el techo de doble altura de la entrada, el candil al centro, el pasillo de la planta alta que fungía de balcón hacia la estancia… pero perdí detalles de la sala, el patio y las recámaras. Jamás creí que en algún momento escaparían de mí esos lugares. Y sin embargo, he olvidado quién fue mi maestra de quinto de primaria, ciertos lugares del que fue mi colegio por doce años, las caras de algunas  niñas con que jugaba en el recreo y cómo eran los detalles de un vestido que me ponía mi mamá con el que me sentía soñada. 

Sé que el olvido es una herramienta necesaria. Científicos del Laboratorio de Neurocognición de la UNAM estiman que a partir de los 21 años, vamos olvidando menos de un 1%  de nuestra memoria por año. Supongo que al igual que desechamos las notas del supermercado o los recibos de pago viejos, la memoria también necesita hacerse espacio para albergar aquello que le será más útil. Sin embargo el proceso, aunque necesario, no deja de ser tiránico. Al perder el  contexto general de lugares y situaciones, se crea un vacío emocional. No es lo mismo olvidar cuánto se pagó de luz el año pasado, a olvidar el tapiz de los sillones de la casa familiar. Quizá nuestro perfecto cerebro no le vea trascendencia alguna a esa tela de grecas negras y amarilla que sin duda alguna muchos -yo misma- clasificarían como fea. Pero ahí se sentó mi abuela, me acosté a leer la enciclopedia Salvat para niños y ahora me hace falta recordar para sentir que el tiempo pasa, pero puedo traerlo de cuándo en cuando por el placer tranquilo que causan los viajes de la memoria.

Me acuerdo de una anciana que visitaba hace ya años. Su olor a mar en medio del desierto la hacía parecer siempre dispuesta a una bienvenida cálida. Y así era casi siempre. La mujer acabó en un asilo del estado al cual unos vecinos la llevaron cuando ya no pudo valerse por sí misma. No tenía familia ni nadie cercano, y aquella decisión era la más razonable. Ella parecía acomodarse bien al lugar. Platicaba con las otras señoras, participaba en las actividades recreativas, ayudaba a mantener el jardín. Pero un día, ella estaba en su cuarto inquieta, angustiada. No dejaba de frotarse las manos. Mal entramos nos soltó a botepronto que cómo se llamaba esa crema, la que ella tenía en el buró junto a su cama. Le contestamos que era crema Ponds. Ella dijo que no, que esa no era la de ella. Ella la mandaba hacer en la botica La Perla, y tenía algo que no se acordaba, pero era la que su mamá también usaba. No supimos que decirle, mas que preguntarle si necesitaba que le ayudáramos a untarse en las manos. Ella dijo que no, que estaba bien, pero ese olor, de esa crema, no era su olor, su olor era el que le daba la crema de La Perla. Así olía ella porque así olía su mamá. No hubo manera de calmarla. 

Tengo la teoría que en los momentos finales de la vida, no recordaremos las grandes hazañas de las que formamos parte, sino que necesitaremos las pequeñas cosas ordinarias para poder partir: el olor a café con leche de la casa de los abuelos, el pedazo de tela de la blusa que veíamos cuando mamá nos cargaba para entrar a casa, ya medio dormidos; la mano pequeñísima de nuestro hijo tocando el vidrio de la ventana para ver si podía atrapar la lluvia, la corteza de la jacaranda que guardamos como recuerdo, la niebla de la sierra de Álvarez, el olor a la camisa del ser amado. 

Al final, estaremos solos. Pero hoy…hoy llamé por teléfono a mi hermana para que me recordara la cómo estaba la casa de los abuelos y me calmara la angustia del vacío en la memoria. Mientras me hablaba, iba yo recordando las paredes, los sillones, los olores y la infancia. 

La siguiente vez que visitamos a la anciana encontramos un frasco de plástico blanco y pequeño sobre su buró. Ella estaba muy en paz, conversando con otras mujeres. Una enfermera se dio a la tarea de ir a La Perla y consiguió un par de cremas que creían podían ser la que la anciana buscaba. Le atinó con una que tenía concha nácar y la mujer volvió a estar en paz. 

Navegamos entre el olvido y el recuerdo. Un día, tocaremos puerto.