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ESPECIAL | El oficio de crear lo efímero: las piñatas de Mónica Arana

En cada piñata queda algo de la artesana: su tiempo, su paciencia y una forma de resistir en un oficio que no siempre es valorado

Por Ana Paula Vázquez

Diciembre 15, 2025 03:00 a.m.

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ESPECIAL | El oficio de crear lo efímero: las piñatas de Mónica Arana

Las piñatas se rompen en minutos, pero antes de eso hubo días enteros de papel picado, engrudo secándose en el piso y decisiones tomadas a solas. Hubo manos que doblaron cartón, miradas que dudaron frente a un rostro mal logrado y una paciencia aprendida con los años. 

Mónica Arana Rangel lleva más de cuatro décadas haciendo piñatas y todavía hoy, cada vez que termina una, se enfrenta a la misma paradoja: crear algo destinado a desaparecer, pero que mientras existe concentra trabajo, aprendizaje, memoria y afecto.

Antes del oficio, la curiosidad Mónica no recuerda cuál fue la primera piñata que hizo. Lo que sí recuerda es cómo eran aquellas primeras piezas: de jarro, periódico y puro engrudo. Recuerda también el motivo: sus sobrinos, sus hermanos, las fiestas familiares.

Empezó hace unos 40 años, sin imaginar que ese gesto doméstico se convertiría en una práctica constante. No había entonces una idea de emprendimiento ni una noción clara de oficio. Solo había necesidad y curiosidad.

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Con el tiempo, otras personas comenzaron a pedirle piñatas. Primero una, luego otra. Así empezó a venderlas. "Antes hacías lo que podías con lo que había", dice, sobre todo cuando vivía en el municipio de Venado, donde los materiales eran limitados y las referencias inexistentes. Hoy el panorama es otro: tutoriales, imágenes, técnicas circulan en Internet. El oficio se volvió visible. El gesto, no necesariamente más sencillo, ahora se trabaja con globos, cartón, colores, telas.

La resistencia es una decisión ética. Las piñatas deben aguantar golpes de niños y adultos. "Tratamos de que las piñatas sean resistentes", explica. No se trata solo de que duren más, sino de que cumplan su función: sostener la expectativa colectiva antes de romperse.

El tiempo como valor

Las piñatas que más disfruta hacer son las navideñas. En especial las estrellas tradicionales, las que aún llevan "chinitos". Esas tiras de papel que se cortan una por una, que se pega n con paciencia, que ya casi no se ven. Muchas piñatas actuales se resuelven con papel dorado o tiras enredadas. Las de ella no.

Cada pieza puede llevar más de 30 pliegos de papel. Todo se pica a mano. "Ya muy pocas piñatas tienen estos arreglos", dice, y en esa frase hay algo más que una observación técnica: hay una forma de mirar el oficio frente a la producción rápida y lo comercial.

El material no es caro. El tiempo sí. "Lo que se cobra es el trabajo", insiste. El tiempo invertido, el armado, el secado, los detalles.

Competir desde el detalle

Mónica no tiene local. Vende por internet, a través de su página FunFace. Hay temporadas buenas y otras más lentas, pero los pedidos llegan todo el año. Cambian los diseños, no la demanda.

La competencia es evidente, sobre todo en redes sociales. Para ella, la diferencia está en los detalles: los colores bien combinados, el acabado, el tiempo invertido. "Si tú buscas piñatas como estas, no las vas a hallar", dice.

Aun así, el regateo es común. Muchas personas reducen el valor de la piñata al material con el que está hecha. "Ven que es periódico, papel... pero no ven el tiempo", explica.

A pesar de ello, a Mónica no le gusta ver cómo rompen las piñatas. "Tanto que le invertí", comparte. Sabe que ese es su destino, pero no deja de doler. Recuerda a un niño que pidió otra piñata para romper porque la suya no quería destruirla.

Ahí aparece la recompensa: la cara de alegría de los niños al recibirla. Esa reacción compensa el cansancio, las dudas y las horas invertidas.

Cansarse, parar, volver

Hay días en los que piensa en dejarlo. Lo dice en voz alta. Se cansa. Se retira dos o tres días y vuelve. Hacer piñatas es, para ella, una forma de desestrés personal, que ahora comparte con su amiga y vecina. Trabaja todos los días, en ratos, entre las tareas de la casa y los tiempos libres.  "Me gusta salirme de la casa, aquí platicamos, cantamos, reímos, nos perdemos un rato. Es tiempo para mí." 

El orgullo visto desde casa

Sus hijas participan de distintas formas. A veces ayudan con los rostros de los personajes, otras con ideas o soluciones cuando algo no sale bien. Gaby Arana cuenta que su mamá aprovecha cualquier momento libre para adelantar trabajo. Se queja, se cansa, pero vuelve: "Yo veo que a pesar de que aquí en la casa hace mil cosas y anda de un lado para otro. Hace un tiempo y dice, ¿sabes qué? ya es la hora: me voy a ir a hacer mis piñatas", dice.

Ilithya Arana observa un crecimiento claro en su mamá, aunque reconoce que a veces no se lo cree. Habla del síndrome del impostor, de esa dificultad para reconocer lo bien que hace su trabajo: "Yo le diría que note que ha hecho mucha diferencia de cómo empezó a cómo lo hace ahora. Y que ha aprendido muchas técnicas o formas que ella misma se ha dado cuenta que le funcionan. Que las hace más rápido, que le quedan mucho mejor y que hasta ella misma en el proceso se le ocurren detalles extra para hacerlo ver aún más bonito. Y pues que se sienta muy feliz por lo que ella hace. Porque lo hace muy bien". 

Ambas coinciden en algo: están orgullosas de su mamá, no solo por las piñatas, sino por su creatividad y su capacidad para resolver en la vida. "La verdad es que estoy muy feliz por verla feliz en todo lo que hace. Se lo admiro mucho porque nos ha hecho que nosotros también seamos así. Entonces, la verdad es una habilidad que te abre puertas", expresan.

Lo que queda

Cada piñata es un objeto efímero. Se rompe rápido. Pero antes de eso, concentra días de trabajo, decisiones y cuidado. En cada una queda algo de Mónica Arana Rangel: su tiempo, su paciencia y una forma de resistir en un oficio que no siempre es valorado, pero que sigue vivo porque alguien decidió, hace más de 40 años, hacerlo con las manos y seguir haciéndolo con pasión y cariño.