ESPECIAL: La Procesión desde adentro
Decenas de cofradías, cientos de familias, miles de participantes y millones de anécdotas forman parte de la historia de la Procesión del Silencio que hoy cumple 70 años.
Para conocer más sobre una de las tradiciones más arraigadas en San Luis Potosí, vale la pena voltear a ver no solo a las autoridades o a los organizadores del evento, sino también a los penitentes que a través de los años han acompañado a la Virgen de la Soledad en su luto por la muerte de Jesús. Aquí cinco historias.
UN SACRIFICIO A CAMBIO DE LO QUE JESÚS SUFRIÓ
Elma Torres participó en seis ocasiones en la cofradía de la Preciosa Sangre, perteneciente al templo de La Compañía y a casi 30 años de distancia, aún se emociona al contar que le encantaba ser parte de la Procesión, “yo sentía que aportaba un granito para compensar todo lo que Jesucristo vivió y sufrió”.
Detalla que la cita en la mayoría de las iglesias y parroquias suele ser a las tres o cuatro de la tarde, para organizar en qué orden avanzará cada integrante de la cofradía. De ahí parten todos hacia el templo del Carmen, donde comienzan a reunirse alrededor de las seis de la tarde para estar listos a las ocho en punto, cuando el toque del clarín acompaña a la Guardia Pretoriana que da tres golpes en las puertas del Carmen para marcar el inicio de la Procesión del Silencio.
Reconoce que aunque no es muy largo el recorrido, el hecho de estar en el templo el Viernes Santo desde las tres de la tarde y concluir hasta cerca de la medianoche suele resultar muy pesado. “A veces ya en el trayecto dices ‘¡híjole!, ya voy por aquí, ¿cuánto me falta?’, porque nos citan desde temprano y en el Carmen no había ni dónde sentarse un ratito porque quitan todas las bancas”.
En el caso de los costaleros, Elma recuerda que al menos en su cofradía se buscaba que todos tuvieran casi la misma altura, para evitar complicaciones al momento de cargar la imagen de Jesús con la Cruz a Cuestas.
NI LOS AGUACEROS LOS DETIENEN
La razón por la que Elma ya no pudo participar fueron sus obligaciones laborales, pues éstas le impedían acudir a los ensayos y reuniones de la cofradía. Una situación similar ocurrió con Ernesto Anguiano, quien formó parte de la Procesión del Silencio de 1979 a 1984 como monaguillo, y de 1985 a 1987 ya como cofrade acompañando a la imagen del Señor de la Humildad.
Relata que cada cofradía durante el año tenía reuniones mensuales con misa y oraciones. Además, dos meses antes del Viernes Santo ensayaban en la plaza de toros “Fermín Rivera” el paso lento con tambores y cornetas.
Recuerda que en una ocasión, durante el Viernes Santo cayó una torrencial lluvia, pero ni por eso se inmutaron los integrantes de la Procesión. “También participaban mi mamá y mi hermana, y ese año nadie nos movimos, todos participamos, el agua estaba a todo lo que daba y nosotros en nuestra posición, hasta la gente que veía la Procesión también se quedó”.
En su relato, Ernesto recalca que en la época en la que participó “sí había un sentido religioso y espiritual y no como lucimiento o por llamar la atención o comercialmente, o por atraer turismo. Hoy creo que se ha perdido ese sentido religioso y lo organizan sin ese sentido religioso y espiritual”.
EL NIÑO COFRADE
A diferencia de la cofradía del Señor de la Humildad, en la que participaba Ernesto, la del Montecillo comenzaba sus ensayos casi un mes antes, según recuerda Francisco Valenciano, quien desde muy pequeño se sintió motivado para participar en la Procesión, un evento que llamó su atención sobre todo por la vestimenta de los cofrades.
Francisco participó en dos ocasiones, la primera de ellas cuando tenía 9 años de edad. “En la cofradía era el único niño y todos los compañeros me consentían, ensayábamos desde un mes antes, unas dos horas diarias”.
Entre las anécdotas que guarda en su mente de aquella experiencia vivida hace casi 28 años, recuerda cómo el viento del Viernes Santo les movía el capirote (capucha que portan los cofrades) y aunque usaban un paliacate para que el cono se acomodara mejor a sus cabezas, los ventarrones solían hacer de las suyas.
Aunque llevaba el rostro cubierto, a Francisco era fácil reconocerlo entre todos los cofrades, pues por su corta edad era también el de menor estatura, así que a su padre le resultaba sencillo ubicarlo cada vez que lograba abrirse paso entre la multitud en diferentes puntos del trayecto, para asegurarse que su entonces pequeño hijo iba sano y salvo en el recorrido.
El segundo año, Francisco fue parte de la banda de guerra “y fue más pesado porque llevaba el tambor y sí era cansado pero siempre pensabas que ya faltaba poco para terminar y eso te hacía seguir”.
DE MONAGUILLO A CRUZ ALTA
Otro que comenzó su participación a corta edad fue Raúl García Bear, quien se unió por primera vez a la Procesión del Silencio a los 7 años de edad. Hoy tiene 16 y será la séptima ocasión en que recorre las calles del Centro Histórico, pues el evento se suspendió en 2020 y 2021, debido a la pandemia de covid-19.
La cofradía del Prendimiento, en la que participa Raúl suele ensayar en la Alameda “Juan Sarabia” y está compuesta en su mayoría por adultos y muy pocos niños. “Yo cuando entré empecé en el primer nivel por así decirlo que es el monaguillo, que es el más sencillo, llevas un farol si eres hombre y si eres mujer llevas flores. Ya después de los años que vayas practicando te van subiendo de rango”.
Después de dos años como monaguillo, le encomendaron en dos ediciones encargarse del incensario. Después se convirtió en cofrade y portó un farol. En este 2023, igual que el año pasado, será el responsable de portar la Cruz Alta. Sus hermanas este año participarán como monaguillos.
Y aunque ya pasaron varios años desde que fue el encargado del incensario aún tiene muy presente esa etapa, pues durante los ensayos nunca tuvo acceso a él y ensayaba solo con unas llaves de carro “Ya cuando me lo prestaron el mero día de la Procesión, una hora antes de que empezara, ahí estaba yo practicando con el verdadero incensario y no tenía nada que ver con las llaves con las que me estuvieron explicando, aunque al final lo hice bien, no estuvo tan mal como pensé que iba a ser”.
UNA TRADICIÓN FAMILIAR
Raúl no es el único que menciona que los ensayos no tienen mucho que ver con lo que realmente ocurre el día de la Procesión. Verónica del Toro, quien durante 10 años formó parte de la cofradía del Cristo Roto subraya que en las prácticas es muy fácil mantener el orden y el ritmo, porque éstas se realizan sin el atuendo, pero ya durante el Viernes Santo “hay veces que vas caminando y de entrada se te mueve el cono, entonces los orificios de los ojitos ya valieron, hay veces que vas viendo la mitad, los de la comisión de orden te ayudan y te lo acomodan, también ellos son los que llevan dulces o alcohol, te prenden los cirios, ellos se encargan de ir al pendiente de todos”.
Verónica se unió a la Procesión gracias a que su bisabuelo trabajaba en Ferrocarriles Nacionales y de ahí se gestó una tradición familiar que incluyó a su madre, tíos, abuelos y primos. Incluso recuerda que la cruz de la cofradía la hicieron varios trabajadores con fierros sobrantes del ferrocarril.
Uno de los comentarios comunes entre los penitentes -relata Verónica- es que nadie vive la Procesión igual, “hay a quienes se les hace muy fácil, otros se desmayan en el camino y decían que era según lo que traes cargando en tu vida”.
Entre sus anécdotas recuerda que un día al terminar la Procesión le fue imposible soltar el faro, pues por sujetarlo con mucha fuerza, su mano se le entumió y tuvieron que sacarlo deslizándolo hacia arriba, “hasta después de un rato se me desentumió la mano, pero era padre la experiencia y el hecho de saber que pertenecía a una tradición familiar tan importante que trascendía incluso a nivel nacional o mundial”.
A Verónica le tocó ver cómo varias personas se desmayaban en el trayecto y era necesario trasladarlas a un lugar seguro. También cuenta que para ella el tramo más pesado era a la altura del Hotel Panorama, donde se siente mucho la presión de la multitud porque ahí se aglomera más gente y hay más personas presenciando la Procesión. El respiro llega al dar vuelta en Manuel José Othón, a un costado de Catedral, a unos metros del templo del Carmen: “ahí es como ‘ya la hice’, dices “ya, ya no me falta nada, ya terminé”.
Y contrario a lo que podría pensarse, Verónica confiesa que las calles mojadas suelen convertirse en un alivio para los integrantes de la Procesión. “A veces ya llevábamos los pies como muy quemados en el sentido de estar caminando y parados y manteniendo un paso y demás, entonces pasas por los charcos, y hasta ricos te resultan porque son refrescantes, son como un respiro, un descanso el sentir esos charquitos”.
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