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Cargar piedras

Por Yolanda Camacho Zapata

Octubre 15, 2024 03:00 a.m.

A

Los que tenemos suerte y somos asalariados vivimos, inevitablemente, cruzando la línea de las quincenas como si fuera, al mismo tiempo, punto de inicio y meta. Ahí andamos, librándola hasta el día quince y saliendo al mismo tiempo sin que medie descanso alguno, para correrle de nuevo y que se logren las siguientes dos semanas.  

Me quedé sin efectivo y fui al cajero un día antes de quincena. Me sorprendieron las largas filas. Había de todo: hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, uniformados, personas vestidas humildemente, otras con ropa de marcas reconocibles. Todos ahí, democráticamente formaditos, esperando que se desocuparan los cajeros abajo del otoño de San Luis, con su sol quemante y su viento helado.  Delante de mí estaba una mujer más o menos de mi rodada. Vestía un pantalón a cuadros difuminados de tonos cafés con rosa y arriba una blusa también rosada. Junto a ella estaba una adolescente que no sobrepasaba los quince, quizá dieciséis años. Era alta y tremendamente parecida a la mujer, que seguramente era su mamá. 

La mujer adulta estaba con un sobre de manila en mano y una carpeta de plástico de esas que se cierran con un cordón delgado. De ambos resguardos sacaban documentos. La mujer le dijo a la chica que ya se había hecho bolas y le pidió que sacara su celular para llevar las cuentas. Comenzó entonces a cantar las cantidades de los recibos: agua $2,800; luz, $2,500; teléfonos celulares, $2,500… colegiaturas, ropa, pago del servicio del carro, pago del seguro médico que ese mes se vencería, hipoteca de la casa. Conforme la cantidad subía y subía yo comenzaba a sentir una opresión en el pecho. Vi la cara de la mujer adulta que variaba entre la seriedad y la dureza pero que, poco a poco, se transformaba en una profunda preocupación. La chica estaba concentrada en la calculadora de su celular, sumando y sumando. No reparó en la cara de su mamá. La madre, luego, hizo una pausa. Sus ojos reflejaban que algo estaba maquinando. Luego, murmuró, como haciendo planes para sí misma.  Mientras, la chica seguía concentrada, esperando nuevas cantidades hasta que su mamá dijo: “-Es todo, ¿cuánto es?-“ y ella respondió con el dineral que había resultado. Entonces, la mamá sonrió. Sonrió así como sonreímos los adultos cuando no queremos que nuestros hijos se preocupen por entender todavía que las líneas imaginarias de las quincenas son tremendamente reales y a veces, crueles. 

Tocó su turno para pasar al cajero, pero el que estaba libre, era uno de los normales, no con los que se pueden realizar pagos. Volteó conmigo y me dijo “-Pásale, a mi este no me sirve.-“ Me adelanté entonces. Tuve el deseo de decirle algo, no se qué; o por lo menos tomarla por el hombre en señal de solidaridad, pero pensé que en un banco y hablando de dineros  se vería raro y quizá hasta la alarmaría. Entonces nada más avancé hacia el cajero y pensé que en cierta medida, todos cargamos las mismas piedras.