Chiles en nogada
No fue el viciado ambiente político que se percibe en estos días lo que influenció las siguientes líneas; aunque mucho, poco hay para escribir al respecto, la temporada se asemeja al interregno (periodo ocurrido entre la muerte de un papa y la elección del otro), nada hay que hacer, sólo esperar; lo peor o lo mejor está por llegar, relajémonos un poco. Fue una sopa de cebolla preparada en una acogedora cocina gracias a la mejor de las ayudantes y la observación de una juez de inmejorable calidad y veredicto inapelable, lo que definió el derrotero de esta columna; y como aquel platillo, va para ellas.
Avanza septiembre y se percibe la tragedia, el miedo está presente, la angustia se vuelve latente; el lamentable hecho se manifestará alrededor del día 25, comienza la época del terror: se acaban los frutos de la granada y con ella la temporada de los chiles en nogada llega a su fin.
Para algunos, el chile en nogada es uno de los más excelsos platillos de la cocina mexicana, logrado gracias al sincretismo de sus ingredientes y la fusión de sus sabores; para otros, esa misma combinación de lo dulce y lo salado, lo convierte en una alimento sobrevalorado y prescindible. Hay quienes –categoría aparte– miran suplicantes al cielo, al apreciar (para luego despreciar) los estratosféricos precios que pueden alcanzar en algunos restaurantes. La cocina de casa, desde luego, siempre puede ser una excelente y decorosa salida; nada como las enriquecidas, a través de generaciones, secretas recetas familiares.
Pienso que todo lo que conlleva un origen aristocratizante, noble, y religioso en México, queda inserto dentro de un catálogo cultural de controversias, y –caso concreto de estos chiles– se han salvado de milagro de ser retirados de la escena pública (pensemos en la estatua de don Cristóbal en Paseo de la Reforma) para ser remplazados en todas las cartas de restaurante por tamales y pozole, que también tienen lo suyo, nadie lo discute, pero no vienen al caso.
La tradición señala que este platillo surge en la ciudad conventual de Puebla de los Ángeles, a partir de una reinterpretación de los chiles en salsa de nuez que aplicaron las monjas agustinas en los alimentos destinados para la recepción de Agustín de Iturbide a su paso por la Angelópolis, después de la firma de los Tratados de Córdoba.
Si bien, entonces, no se deben a Iturbide sino a las monjas agustinas que festejaban al mismo tiempo a su santo patrono de orden y al del futuro emperador (san Agustín, obispo de Hipona), también debemos agregar el factor emancipador de la naciente nación mexicana. Así, histórica y gastronómicamente la monarquía, la religión y la independencia, tienen derecho sobre éstos. Siguiendo estos planteamientos sugiero, antes de consumirlos, encomendarse a Dios por lo que viene, disfrutar su casi imperial y nacional presentación, para después sentirnos liberados del pecado de la gula; un alimento trigarante a plenitud, nacido el 28 de agosto de 1821 (merece su curp).
Una buena reseña del origen de los chiles en nogada, fue publicada por mi amiga la doctora Pilar Torres-Anguiano, en la que no sólo se esmeró –como buena filósofa– en establecer el patronazgo de san Agustín sobre la filosofía novohispana, sino también sobre este platillo, y abunda mediante un alarde de su natural erudición: “No es coincidencia que los términos saber y sabor tengan el mismo origen: la palabra latina sapere. Y es que, si nos fijamos bien, son actos análogos. En México saboreamos historias, no solo comida; y nada nos sabe si no viene acompañado de leyendas y de mitos. Así también conocemos la esencia de las cosas. La misma Sor Juana Inés de la Cruz, aseguraba que si Aristóteles hubiera aprendido a cocinar, habría hecho más filosofía. Nadie mejor que ella para afirmarlo.”
Como sea, a lo largo de la historia impresa de la gastronomía mexicana, se les menciona en infinidad de recetarios; se proponen las más diversas formas y se agregan o suprimen ingredientes. Por ejemplo, a principios del siglo XX una provinciana no lejana, Carmen Cabrera de la Campa de del Hoyo, zacatecana, en su libreta de recetas (llevada a la imprenta en 1971 por Eugenio del Hoyo Cabrera) da cuenta de tres formas para prepararlos. En ninguna, por cierto se les menciona capeados.
Alfonso Reyes, sibarita donde los hubo, en su libro “Memorias de cocina y bodega” (ejemplar en primera edición que debo a mi querido y ausente amigo Juan Manuel Arredondo Vilet) menciona como referencia imprescindible de la cocina mexicana: “los chiles verdes en nogada, salsa blanca y granada roja, colores del pabellón nacional que alguna vez nos ha ofrecido Celia Chávez”. Con toda seguridad los chiles fueron degustados en el comedor de la casa de la esquina de Paseo de la Reforma y Río Neva, propiedad del doctor Ignacio Chávez, gloria de la cardiología nacional. De Celia, Carlos Fuentes recordaría con frecuencia que fue “la muchacha más bella de nuestra generación”. Seductora, femenina al fin nuestra gastronomía.
Aquí, en San Luis, hace algunas semanas, Pedro Salmerón, historiador sibarita que recomienda acompañarlos con champaña, se extrañó ante la presentación capeada de uno que, luego de ciertos aspavientos inconexos, consumió sin pensarlo; sólo argumentó que aunque un poco pasados de dulce, eran bastante buenos. En San Luis también hace aire.
Sin capear, dicta la regla no escrita, y bajo esta sentencia debo señalar que los mejores que he probado en últimas fechas, fueron aquellos que me invitó el licenciado Gabriel Gómez, en un comedor montado al amparo de una vetusta casona porfiriana. Sé, sin embargo, que los más deliciosos de la comarca, son los que se prepararan en breve y con receta secreta, en casa de la ingeniero Patricia Arámbula. A ver si invita.
Gracias por la lectura; cuídense y consuman chiles en nogada, “porque siempre se está a tiempo.”
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