Retomo el despertar para mover mi cuerpo e inyectarle eso que viene con el sudor después de más de cinco kilómetros.
El clima lo permite. La marabunta ausente también: a esta hora el parque no recibe aún las multitudes de cada domingo.
Es temprano. Respiro el momento y voy contra la gravedad y el viento imperceptible que opone su presencia a cada paso.
Mientras recorro el perímetro me vuelven las imágenes de bailarines en foros diversos: buenos y no tan buenos, pero todos con un mismo propósito ¿brillar, expresarse, sentir?
Algunos lo logran. Otros se acercan y la gente se va con el resplandor aparente y aplaude a rabiar.
Nos han regalado una semana de movimiento. Un lenguaje corporal que toma de la vida las experiencias y las convierte en danza. La han transformado en lenguaje y se desplazan en el foro con metáforas y frases nacidas en los tobillos o el plexo al ritmo de silencios y compases inéditos.
El desarrollo de la vida sobre la tierra permite contar historias a través de una literatura corporal que denuncia, celebra, canta, describe o simplemente narra bajo una luz artificial que transporta a la audiencia a un mundo imaginario que se esfumará en menos de 60 minutos.
La maravilla de este lenguaje es que solo hay que dejarse llevar por la mirada. Colocarla frente a uno y dejar que la piel sienta el efecto de sus artificios.
Los humanos necesitamos la dosis de fantasía que proporciona esta modalidad del arte.
A cada uno le dice algo, lo pone a pensar o lo catapulta fuera de su butaca o de la sala de teatro. Pero queda la impresión inyectada en neuronas y pupilas que resienten el impacto de la creatividad de otro.
Algo se ha dicho. El mensaje llegó a su destinatario quien lo descifra, lo toma o lo rechaza. Tal vez a alguno le sea indiferente y al terminar la función olvidé lo que presenció en escena.
Ver danza transporta, eleva, recrea. Bailar libera, expresa y
comunica.
Tuvimos siete días de danza para todos en San Luis como desde hace 39 años gracias a la visión de Lila López.