Guerra
En el oriente la guerra que comenzó el 7 de octubre sigue. La pugna territorial y religiosa entre Israel y el grupo Hamas ha causado más de cuatro mil muertos y más de 300 secuestrados por Hamas. El conflicto en la franja de Gaza ha escalado a la total crueldad y parece que para los bandos en pugna no existen los derechos humanos.
El contexto: “En el ámbito moderno, Israel es un Estado de Medio Oriente fundado en 1948 por la resolución de la ONU que dividió el Mandato Británico de Palestina (surgido tras la Primera Guerra Mundial tras la partición del Imperio Otomano) en un territorio judío y uno árabe. Pero Israel también es un pueblo semítico que profesa el judaísmo y cuyos orígenes como civilización se remontan a la Edad Antigua. En Israel viven más de 9 millones de personas de las que casi el 74% son judíos. Ocho de cada 10 de ellos nacieron en el país, mientras que casi el 20% son judíos de otros continentes. Los árabes israelíes representan el 21% de la población, mientras que otros grupos son poco más del 5%”.
Por más que le demos la razón histórica (o ideológica) a uno de los bandos, siempre hay daños. Colaterales les llaman para justificarlos. Incluso en la guerra, dice la Organización de las Naciones Unidas, hay reglas: “La Corte Penal Internacional (CPI) es competente para enjuiciar a las personas que cometan genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Asimismo, será competente para conocer del crimen de agresión cuando se alcance un acuerdo sobre la definición de tal crimen”.
Hace poco vi Las tortugas pueden volar (2004), una película kurda escrita y dirigida por Bhaman Ghobadi. Son impactantes las secuelas de la guerra, la vida que tienen que vivir los adolescentes protagonistas en el desierto iraquí. Mutilaciones, violaciones, dificultad para conseguir lo más básico son su cotidianeidad. Así en cualquier guerra, por más que se encarne en comedia como en La vida es bella (1997) o El tren de la vida (1998).
El poeta Miguel Hernández, nacido el 30 de octubre de 1910, escribió:
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Siguen impunes tantas muertes de guerra, como las Federico García Lorca, en España (“por socialista, masón y homosexual”), y Roque Dalton, en El Salvador. Igual lo está la de Alaíde Foppa, secuestrada y torturada en Guatemala en 1980; su muerte es, en palabras de Marta Lamas, “una herida abierta que comparten y sufren varios cientos de miles de familiares y amigos de personas igualmente desaparecidas en nuestro continente”.
La recién fallecida Louise Glück, premio Nobel de Literatura en 2010, lo pone así en “Lago en el cráter”:
Entre el bien y el mal hubo una guerra.
Decidimos que el cuerpo fuese el bien.
Eso hizo que el mal fuese la muerte,
que el alma se volviera
completamente en contra de la muerte.
Como un soldado que desea
servir a un gran señor, el alma
desea cerrar filas con el cuerpo.
Se puso en contra de la oscuridad,
en contra de las formas de la muerte
que reconocía.
De dónde viene la voz
que dice: y si la guerra
fuese el mal, que dice
y si fue el cuerpo el que nos hizo esto,
nos hizo tener miedo del amor.
Lo dice bien Amparo Ochoa en “El abuelo”, una canción muy “mexicana”: “Mi abuelo mató franceses / y mi padre federales, / y yo tan sólo heredé / un jacal y tres nopales. // Mi abuelo fue juarista / y mi padre zapatista, / y yo siembro en tierra ajena / y eso que soy agrarista. // Mi abuelo y mi padre / murieron por la justicia, / yo pienso que esa señora / los jacales no visita. // A mi abuelo lo enterraron / en olla de barro negro, / a mi padre en un petate, mas no al derecho del pueblo. // En el campo vuelve a oírse / al campesino gritando: ‘La tierra debe de ser / de quien la esté trabajando’ “.
Paz en la tierra a las personas de buena voluntad. Y hasta a las que no.
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