Valle Mexicano 

Al lado de la computadora, una copa de rosado comprado en el Valle de Guadalupe, prepara el ambiente de este escrito. 

 En un viaje que pareciera que sólo los muy ligados a la empresa del vino como comerciantes, productores o consumidores deben y quieren hacer, llegué a tierras marinas la semana pasada después de un retraso de más de tres horas, cortesía de Volaris 

 Hay que recorrer más de 100 km desde Tijuana, para llegar al puerto vecino del valle más comentado del país por una carretera escénica tristemente imposible de apreciar después de las 2 am. 

 Mi grupo formado por otras tres personas, llegamos con diferentes intereses y una sola intención: dejarse llevar por ese espacio desconocido y lejano con tanto que mostrar y experimentar. Y de la experiencia hay que resaltar la calidad de los anfitriones. 

Estuvimos en manos de personas con una generosidad para mí desconocida, y en esos 5 días en los que probamos el vino de la región, vivimos la calidez de gente que nos hizo parte de su cotidianidad y de sus actividades familiares. 

 La amabilidad y la esplendidez desinteresada son cualidades que se distinguen poco en un mundo cada vez más abstraído por el ritmo que la vida y la tecnología, hemos dejado imponga.  

 No es muy diferente en aquellos lugares, pero tuvimos la fortuna de encontrarnos con personas excepcionalmente cálidas. Cada día era una experiencia diferente que nos hablaba de sus costumbres, de sus gustos, de su quehacer y de ese atributo humano que sin palabras, desarrollaban con gran sencillez. 

 Ensenada y el Valle se separan por unos cuantos kilómetros, un viento que sube del mar por las tardes cuando el sol se dispone a dormir y más de 6 grados de temperatura entre una y otra coordenada.  

 Lo diferencia el mar y el pavimento contra los cientos de hectáreas tapizadas de parras y rocas de color y tamaño excepcional. 

 Siempre un viñedo diferente del otro en todo sentido. Uno más comercial y otro más íntimo, más cercano a la tierra, más propio, otros con un sello arquitectónico muy particular. Todos con vistas dignas de un set de televisión para cualquier show que los mass media buscan desesperadamente y que aquí se encuentran tras una pendiente, un camino de tierra suelta o una vereda escoltada por diferentes variedades que permiten producir cientos de etiquetas, en un cobijo de una región poco convencional de nuestro hermoso país. 

 Cavas en el subsuelo, barricas de una y otra madera, aromas y descripciones que los conocedores intentan que uno distinga “en nariz o en boca”. Nombres que evocan la naturaleza, el terruño, el entorno, la personalidad del productor, el color de la tierra, su textura o bien el efecto que uno experimenta en su degustación, así como la uva de cual provienen. 

 Precios que suben y bajan en la carta, pero que impiden salir con las manos vacías al terminar una jornada de visitas en un espacio, que, si mal no recuerdo, registra más de ciento treinta viñedos. 

Tenía que poner en palabras mis sensaciones después de esta experiencia y este escrito es un agradecimiento a Irma, Esteban, Jr., Celi, Celso, Pamela; a Thomas y a la familia D´A. por abrirnos sus puertas y así conservar en la memoria del paladar, el sabor del Valle.