Ayudas buena onda

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Una de las actividades más ruines que pueden observarse en el ejercicio del poder público es lucrar electoralmente con la pobreza. Seguramente ha sabido o se ha enterado de este tipo de conductas: no es gratuito que de unos años para acá se hayan “endurecido” las sanciones para quienes realicen cualquier tipo de coacción al voto.

Estas conductas forman parte de un fenómeno que no tiene caras agradables: por una parte, se encuentra la mecanización de la relación dinero-votos a través de la activación de “maquinarias” electorales que forman y movilizan clientelas a cambio de votos en favor de determinados partidos y candidatos. No es gratuito que en la Ley General de Desarrollo Social se haya incluido la obligación de que la publicidad y la información relativa a los programas de desarrollo social del gobierno incluyan la leyenda [léase con voz apresurada] “Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso para fines distintos al desarrollo social”. Si bien esta invocación no purifica de facto las intenciones de algunos malos funcionarios para capitalizar electoralmente al ejercicio de recursos públicos, su inclusión en una ley refleja la contundente existencia de este tipo de conductas.

La otra cara –igualmente desagradable- tiene que ver con el efecto que esta manipulación tiene sobre el valor y las concepciones que las personas tienen sobre el voto o sobre algo que podríamos calificar preliminarmente como su dignidad política. Veo con profunda preocupación, tristeza y asombro, cómo es frecuente escuchar –a nivel de cancha- que muchas personas son obligadas a participar en mítines [Plural de la adaptación gráfica de la voz inglesa meeting], a apoyar a candidaturas o a formar parte de ciertos padrones a cambio de beneficios concretos. Y con beneficios no me refiero a la legítima y necesaria aspiración al bienestar individual o familiar, sino a la distribución de bienes o recursos de impactos limitados. Resulta aún más decepcionante observar cómo hay personas que se conciben a sí mismas como un eslabón débil en una cadena de depredación política en donde solo les resta “aceptar” o incluso “buscar” estos beneficios con tal de obtener algo, lo que sea.

Yehezkiel Lefkowitz –mejor conocido como Oscar Lewis- ya advertía desde hace más de medio siglo, sobre los peligros de confeccionar programas de “ayuda a la pobreza” sin entender el contexto cultural de quienes la viven. Si partimos de su teoría que proponía que la modernización, la industrialización, el capitalismo y la urbanización no solo producían pobres, sino algo más grave aún: una cultura de la pobreza; entonces las acciones gubernamentales que dicen atender a esa problemática, deben partir de esa noción de cultura como un orden de códigos y mentalidades que se transmiten de generación en generación.

Esta es la razón por la que la pobreza ofrece un atractivo mercado electoral. La enorme vulnerabilidad política de las personas que viven en pobreza multiplica las posibilidades de formar clientelas duraderas, en la medida en que existan beneficios para distribuir. Necesitamos mirar a la manipulación política, no solo como un –grave- delito electoral, sino también como un problema de cultura política. En algunos casos concretos, podríamos perseguir estas conductas para tratar de sancionarlas desde las leyes electorales –como actos que vulneren la equidad de la contienda electoral- o desde la propia Constitución –como desvío de recursos públicos o promoción personalizada-; pero no debemos dejar de pensar en la manera en que debemos combatir el ultraje a la dignidad política y económica de las personas. 

Para aspirar a construir condiciones de bienestar frente a la pobreza, necesitamos menos ayudas buena onda y más planteamientos serios como los de Oscar Lewis. Es una pena que hay quienes insisten en mirar a los pobres pisoteando su dignidad, no tengo vituperios suficientes para calificar a quienes simulan ayudas a cambio de votos. 

Twitter. @marcoivanvargas