Días aciagos

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Gabriel García Márquez cumple seis años de fallecido éste 17 de abril. En estos días de obligado auto-encierro por la contingencia sanitaria, nada mejor que la lectura o relectura de alguna de las obras del enorme escritor colombiano. En “El coronel no tiene quien le escriba” y “Crónica de una muerte anunciada”, a propósito de estos días aciagos, encontramos narraciones que nos advierten del tiempo que se vuelve largo y la vida que se vuelve corta, respectivamente. Desde el personaje central de la primera narración que espera, recluido junto con su mujer en los recuerdos de familia, la benevolencia de un personero del Estado para sobrevivir más allá del caldo con piedras, hasta la arrogancia y displicencia de Santiago Nasar en la segunda novela, que va desdeñando las distintas voces pueblerinas que piden no confiarse porque la muerte lo anda rondando.

Días aciagos porque, en plena globalización de las relaciones político-económicas (y, en buena medida por eso mismo), las posibilidades de subsistencia se han confinado a un peculiar microcosmos que no rebasa las fronteras de las paredes de nuestros espacios domiciliarios. Al igual que el coronel de García Márquez, muchas familias estarán a la espera angustiosa de que la mano dadivosa y convenenciera del Estado se haga presente para evitar el colapso de sus economías, con el riesgo de no encontrar más que la respuesta célebre del coronel a la inquietud de su mujer sobre la incógnita de lo qué se podrá comer el día de mañana. Y es que esa eventual respuesta de la clase política nuestra, aparte de limitada, en el mejor de los casos, ya se sabe que va acompañada de un execrable interés clientelar y electorero.

Pero también volvemos a lo que ya se ha insistido por doquier en estos días aciagos. Si no hacemos el esfuerzo por mantenernos aislados, resguardados en casa para evitar peligrosos contagios virales, estaremos desafiando a la muerte como el personaje central de García Márquez en la segunda novela mencionada, donde Santiago Nasar “nunca tuvo una muerte tan anunciada”. Pero, ¿cómo desconfiar de la “inocencia” de todo un pueblo que jamás podría imaginar que Santiago no estaría prevenido, si todos los demás ya estaban enterados de la suerte que le esperaba? De allí que otro de los personajes, uno de los asesinos, no tenga empacho en afirmar: “lo matamos a conciencia, pero somos inocentes”. Igual Santiago, “en el último instante… su reacción no fue de pánico, sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia”.

En fin, los días pasan, siguen su marcha; se dice que aún falta la etapa más complicada y buena parte de la población sigue corriendo los riesgos de salir a la calle como si nada. Pero también es cierto que muchas familias viven, cada día, una espera terrible para subsistir el flagelo de la crisis dineraria. La clase política que dizque nos gobierna y/o representa ofrece no olvidarse de la suerte de la gente, pero no da paso sin huarache y la solidaridad desplegada contiene un inevitable tufo de aprovechamiento. Pero ni modo, son días aciagos y, siguiendo a García Márquez (cuando se refiere, en la segunda novela mencionada, a una conclusión marginal del juez instructor que trata de acomodar las piezas para entender una muerte tan anunciada y nunca impedida), podríamos preguntarnos: ¿hay que esperar que la fatalidad nos haga invisibles?