Dice Noam Chomsky que la gente ya no cree en los hechos. En una reciente entrevista para El País, afirmó categórico que hay en la sociedad, una mezcla de enfado, miedo y escepticismo. Por tanto, creer en cualquier cosa ya no suena simple. Le concedo la razón, aunque la verdad sea dicha, siempre hemos creído en lo que se nos pega la regalada gana, dependiendo el momento o las ganas que tengamos de algo, y mandando al diablo cualquier dato racional que no se apegue a lo que quisiéramos ver. Los hechos pasan a segundo plano.
Recuerdo bien el caso de una pareja que conocimos. Los símbolos apuntaban cada vez más a que él, quien en ese momento era quien proveía de mayores ingresos a la familia, estaba en la cuerda floja en su trabajo. Aun así, el par usaba con singular alegría sus tarjetas de crédito para cualquier tarugada que se les ponía enfrente. Lo malo, es que la tiránica quincena llegaba siempre con la misma cantidad, y ya en la oficina habían anunciado que los bonos anuales que se entregaban tradicionalmente, se recortarían drásticamente. Esto, aunado a otras señales claras de que sus patrones no estaban satisfechos con su trabajo, creaba un indicador de vacas flacas a la vista. Sin embargo, el estado de cuenta, frío y verídico, no importaba. Por cuestiones inexplicables y completamente irracionales, habían esperado que para cuando llegara el momento, la empresa les daría algo extra que despintara los números rojos. No hubo nada, al contrario, el último día laboral del año, lo despidieron. Los saldos de las tarjetas de crédito siguieron igual de inflados. Con los meses, la situación empeoró. Acabaron perdiendo su casa y después su matrimonio
Chomsky me cae bien. Es lingüista, por lo que conoce como pocos el peso de las palabras. Sus posiciones irreverentes, claras y provocadoras ponen a cualquiera a pensar y, aunque no necesariamente se comulgue con sus ideas; lo cierto es que jamás pasan desapercibidas. Hace algunos meses, Chomsky dejó el MIT, guardó sus chivas y se mudó a sus noventa años, a la Universidad de Arizona, mucho menos glamorosa que la institución donde estuvo casi toda su vida profesional, y a la que abandonó porque la luz del desierto “es seca y clara”. Quería experimentarla todos los días. Quizá en realidad, no buscaba una nueva iluminación, sino apegarse en estricta coherencia al deber ser de las palabras: claridad, aunque sean áridas, pero siempre brillantes.
Dice el pensador: “La desilusión con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los hechos. Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie.” Es cierto, la desconfianza y consecuente pérdida de la ilusión por cualquier cosa, nacen de un profundo desánimo ante las fallidas relaciones humanas. Sin embargo, en algo también tenemos la culpa en no querer generar lazos con el prójimo. Hace unas cuantas semanas que se estaba cerrando el ciclo escolar, fui a la primaria de mis hijos. Había el bullicio propio pre-vacacional y yo esperaba a que mis chavos guardaran sus trompos (sí, en su escuela estaban de moda los trompos), para poder irnos. A lado de mí estaba una mamá. Hablaba con una maestra, y escuché cómo con angustiada voz, cómo le suplicaba que el siguiente ciclo, acomodara a su niño con sus amigos fulanito, menganito, perenganito y sultanito, porque eran con los que su moconete se sentía a gusto. Por un lado, creo que todos hemos tenido el impulso de colocar a nuestros hijos justo en medio de una canastita con algodones donde no les raspe nada. Sin embargo, al hacerlo, estamos también impidiendo que conozcan a otras personas que potencialmente pueden volverse amigos entrañables. Querer conservar un solo círculo de amistades, cierra oportunidades. Mientras menos diverso sean los ambientes en que nos movamos, menos aprendemos. La tolerancia viene de conocer a quienes son distintos a nosotros. Entre iguales, la riqueza puede perderse y se queda como un insumo ajeno. Todos queremos ver las caras de alivio-felicidad cuando nuestros hijos entran al nuevo salón de clase para encontrarse con que su mejor amigo está ahí esperándolo. Sin embargo, a mediano plazo, la inquietud que genera encontrarse entre desconocidos, resulta mucho más provechosa. Ya no haya quizá un mejor amigo, sino varios.
Chomsky sabe que ya no creemos en los hechos, porque tampoco creemos en las personas. No se trata de bobalicones sentimentalismos que usualmente se escuchan: “no creo en las personas, porque ya me han lastimado mucho,” “la burra no era arisca, la hicieron”. Francamente, el ser humano cuenta con una tremenda capacidad de aprendizaje y resiliencia, pero ni lo uno, ni lo otro se fortalecen sin ser expuestos al mundo. Necesitamos ventilar la humanísima necesidad de contacto con el prójimo, aunque no se garanticen los resultados.
En el mítico relato bíblico, Noé construye un arca para afrontar la tormenta y la habita con parejas de animales que garantizarán la existencia del planeta post aguacero. Estamos a un paso del absurdo que supone ser invitados al arca, y negarnos a subir porque tendremos que convivir con otros animales. Si eso pasa, merecemos morir ahogados en el diluvio.

