El enemigo simbólico
En política, toda gran reforma necesita su enemigo simbólico. No importa qué se quiera cambiar: lo que realmente importa es con qué se justifica. Y ahí es donde entra la narrativa. No aquella que explica, sino la que simplifica. No la que abre la discusión, sino la que la encapsula en una frase breve, contundente y repetible.
Este es un ejercicio sofisticado que no parece serlo. A partir de una idea simple, se construye una narrativa que justifica lo que se quiere cambiar. Más que un diagnóstico detallado, se nos ofrece un símbolo; más que una conversación pública amplia, se nos entrega una consigna.
La reforma al Poder Judicial vino envuelta en una narrativa fulminante: los jueces son corruptos. ¿La solución? Que los elija el pueblo. No importó que la corrupción se combate con controles, transparencia y profesionalismo, no con campañas y urnas. El mensaje fue claro y funcional: si el sistema huele mal, hay que rociarlo con democracia directa, aunque no sepamos si el desinfectante es ácido.
Ahora se avecina una nueva reforma, esta vez al sistema electoral. Y el enemigo simbólico elegido es el de siempre: el costo de la democracia. Claudia Sheinbaum ha anunciado que en septiembre se presentará una iniciativa, y aunque aún no conocemos el texto, ya sabemos cómo se va a vender. La democracia es demasiado cara. Hay que ahorrar. Hay que simplificar. Hay que podar.
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No es una narrativa nueva. En 2019, se promovió una iniciativa para desaparecer los Organismos Públicos Locales (OPL), acusándolos de ser onerosos, redundantes, prescindibles. Los estudios técnicos demostraron lo contrario: que suprimirlos sería no solo riesgoso, sino incluso más costoso. Pero eso nunca fue parte del eslogan.
El problema no es que se cuestione el gasto público en materia electoral -esa discusión es legítima y necesaria-. El problema es cuando esa crítica se convierte en pretexto, en coartada para centralizar, recortar, controlar. Cuando se oculta la complejidad detrás de una cifra escandalosa. Cuando la reforma se justifica por un símbolo y no por un diagnóstico.
La democracia no es barata. Tampoco lo es la justicia, ni la salud pública, ni la educación. Lo que debería preocuparnos no es el costo, sino el rendimiento: qué instituciones tenemos, qué funciones cumplen, qué tan confiables son. Eso no se mide solo en pesos y centavos, sino en confianza ciudadana y estabilidad política.
Otro de los blancos favoritos en la narrativa de “democracia costosa” es la representación proporcional (cuidado: democracia, elecciones y representación son cosas distintas). Se le acusa de ser el refugio de políticos que no ganan votos, de inflar artificialmente la representación de los partidos, de ser un gasto innecesario. La tentación de suprimirla se presenta como una depuración moral del Congreso que sería fácilmente aclamada en la plaza pública, como si las curules plurinominales fueran por definición sinónimo de privilegio ilegítimo. Sin embargo, este tipo de representación no es un capricho: fue una conquista para dar cabida a la diversidad política en un sistema que durante décadas excluyó sistemáticamente a toda voz disidente.
Eliminar las diputaciones y senadurías de representación proporcional no solo reduciría artificialmente la pluralidad legislativa, sino que distorsionaría el principio de proporcionalidad del voto, en beneficio de las mayorías más consolidadas. Esto está demostrado en la ciencia política. Lo que se presenta como un ahorro en realidad es un debilitamiento del equilibrio democrático. Las listas plurinominales son imperfectas, sí, pero suprimirlas es como demoler un puente porque no es bonito. Si nos ponemos serios en esto, la discusión que deberíamos tener no es si hay que eliminarlas, sino cómo garantizar que quienes llegan por esa vía rindan cuentas y representen con dignidad el voto que también los llevó al Congreso.
Por eso, más que reducir la conversación a un solo relato -el del despilfarro, la corrupción, la burocracia-, haríamos bien en construir una narrativa más amplia. Una que nos permita preguntar por los fines, no solo por los medios. Que discuta implicaciones, no solo etiquetas. Porque cuando todo se resume a un símbolo, lo que viene después puede ser cualquier cosa… excepto una buena reforma.
x.@marcoivanvargas