Dos cosas que leí/escuché en días recientes:
“Yo no soy machista, pero la neta estas pinches viejas ‘ora sí se pasaron; habían de darles unos balazos de goma en las piernas, a ver si así se aplacan”. (Conductor de servicio de transporte)
“Observen sino (sic) el perfil de los integrantes del Consejo Mexicano de Negocios (…) ¿Cuántos de ellos tienen un tono de piel blanca y cuantos (sic) tonos oscuros o rasgos indígenas?”. (Periodista y columnista)
Algo ocurre en nuestro país que resulta cada vez más frecuente saber de expresiones como éstas, que manifiestan la existencia de enormes divisiones sobre formas de pensar, pero que se van aparejando con niveles de hostilidad e intolerancia que no habíamos visto en la discusión de todos los días: es el odio cotidiano que tanto gusta y vende.
Necesitamos partir de una lectura de la realidad objetiva y contundente. Nuestra sociedad es diversa, sus fenómenos son dinámicos y sus problemas suelen ir mucho más rápido que la capacidad de las Instituciones del estado para reconocerlos y atenderlos -ya ni siquiera resolverlos-. No hay novedad alguna en esto, pero sí resulta sorprendente que, en la discusión pública de estos fenómenos, la polarización se convierte en la clave de interpretación de los hechos, y por tanto en la pauta de elaboración de sus juicios. Todos están mal menos yo.
Parte de este problema se relaciona con la forma en que desde el propio discurso político se ha favorecido la estrategia de la polarización como mecanismo de atracción de votos o simpatías. De esta forma en las campañas electorales, en los debates intrapartidistas -sí: intrapartidistas-, en las discusiones en redes sociales o incluso en los grupitos del Whatsapp, proliferan los señalamientos que condenan la otredad, por sobre cualquier intento de tender puentes de comprensión. Hemos olvidado la parte de la convivencia pacífica en pluralidad.
No dejo de recordar un texto que hace unos años presentó el profesor Joan Subirats de la Universitat Autònoma de Barcelona. En breves líneas reseñó el principal aporte de Albert Ogien y Sandra Laugier quienes escribieron un libro llamado “Le principe démocratie. Enquête sur les nouvelles formes du politique”. Cito: “tratan de argumentar la fuerza de la democracia como principio inspirador de una sociedad que busque sus parámetros de convivencia en principios como el reconocimiento de los demás, la aceptación radical del pluralismo y la necesidad de la implicación colectiva en los asuntos comunes”.
Ya se imaginará para dónde voy. Necesitamos extender los alcances de nuestra propia democracia para dotarnos a nosotros mismos de una forma de pensar la sociedad plural, de procesar el disenso y el conflicto, y de comprender al estado como una lógica compartida -y no como un patrimonio delegado a representantes populares-.
La extensión de nuestra democracia requiere, desde ya, dejar atrás la noción de elecciones a la que tenemos confinada. ¿No le resulta paradójico que ganen elecciones democráticas quienes predican el discurso de odio? ¿le parece razonable abandonar la aspiración de la convivencia pacífica en el nombre de la imposición de una manera de pensar?.
Ya lo hemos dicho en otro momento. La Sociedad -Usted, yo, nosotros- no puede abdicar la responsabilidad de hacerse cargo de sus propias divisiones con civismo y virtud republicana. Y, aun así, hay quien piensa que el fortalecimiento de la vida democrática es una pérdida de tiempo -o peor aún, quien cree que es un gasto inútil- ¿me están leyendo, promotores de la desaparición de las instituciones democráticas del estado mexicano?. Urge dialogar.
Twitter. @marcoivanvargas