Sin brújula

Desde el siglo pasado México ha implementado acciones gubernamentales que han buscado alcanzar el crecimiento económico, las cuales parten del supuesto que un incremento del Producto Interno Bruto (pib) es la condición necesaria para superar el problema de la desigualdad y pobreza que aquejan a  nuestro país desde hace muchos años; para ello, en lo económico han considerado dos modelos: el primero busca proteger a la economía de la competencia internacional; el segundo, considera la apertura comercial como el motor del desarrollo. 

Estos dos modelos de desarrollo económico han enfrentado a la clase política de México, el primer grupo llamado nacionalistas y el segundo globalizadores, expresado en otras palabras: izquierda versus derecha; los primeros consideran que el actor central para fomentar el desarrollo es el gobierno, mientras que para los segundos es el mercado; también se diferencian en el instrumento de política pública, los primeros impulsan el crecimiento mediante el gasto público del gobierno, los segundos a través de la inversión extranjera de los mercados.  

El enfrentamiento político ha llegado a polarizar al país, entre quienes consideran que el gobierno es incapaz de fomentar el crecimiento por su ineficacia, su manejo irresponsable del gasto público y predominio de actos de corrupción; el otro extremo toma en cuenta que las políticas públicas están capturadas por la élite económica, que benefician a sectores reducidos de la sociedad, que han incrementado la desigualdad y pobreza, que la ineficiencia del gobierno es producto del ejercicio corrupto de intermediación del gasto público.

Lo que hoy en día caracteriza a la económica mexicana es su estabilidad pero sin crecimiento, las grandes crisis no se han presentado, pero tampoco se han generado los empleos  que demanda el crecimiento de la población, lo que ha generado altos niveles de subempleo, informalidad y precariedad en los ingresos; los jóvenes son quienes han sufrido las mayores consecuencias, son los más excluidos por el mercado laboral, su inestabilidad y bajos ingresos generan las condiciones de vulnerabilidad para su acceso al crimen organizado.

En tiempo de sacudida política es momento de reflexionar sobre la situación social del país, dejar de pensar que el desarrollo del país sólo se mide utilizando variables macroeconómicas; se requiere considerar que lo social es más importante en las políticas públicas, para que el mercado funcione de manera eficiente se necesita una base social solida y bien preparada y no al revés; son tiempos de apostar por la sociedad, atender sus necesidades, trasformando a las instituciones que han producido desigualdad, marginación  y discriminación.

La idea del desarrollo sustentado en la globalización ha dominado en la mayor parte de los países del mundo; en México la idea del progreso económico ha estado presente desde mediados del siglo XX, pero sus antecedentes datan del siglo XIX; sus políticas públicas han buscado crear las condiciones para el fortalecimiento de la economía: mercados nacionales eficientes, eliminar aranceles, impulsar la planta productiva; pero cuando se revisan los resultados, estos no han alcanzado los resultados esperados en términos del crecimiento de la economía. 

La clase política mexicana ha extraviado la brújula para generar políticas públicas de colaboración ente ambos proyectos, los acuerdos políticos han estado ausentes; la acción gubernamental ha sido unilateral e ineficaz, generando desconfianza social; existe un régimen político que solo sabe dialogar a su interior, que solo ha privilegiado los intereses económicos, despreciando, dividiendo socialmente al país, generando juicios que polarizan a la sociedad: “los pobres son flojos”, “los jóvenes son ninis”. 

Sin embargo, los problemas son de fondo, para desmentir a quienes solo ven los resultados de las variables económicas a corto plazo, se requiere realizar un análisis que considere grandes periodos de tiempo, en la historia contemporánea de México el crecimiento económico no ha sido sostenido: durante el porfiriato fue alto, en el periodo revolucionario se estancó, en la época posrevolucionaria alcanzó niveles aceptables, pero en el periodo de la globalización el crecimiento fue mínimo, el más bajo de los últimos cien años. (Véase gráfica).

El problema no solo es del gobierno, también su administración pública ha extraviado la brújula; cuyos actores, según la teoría de la burocracia, son seleccionados por sus conocimientos técnicos, su permanencia es producto de sus niveles de eficiencia; sin embargo, en la realidad no lo son, su reclutamiento es político y en su permanencia no importa su rendimiento laboral, sino sus relaciones personales; esta situación se ha convertido en el principal obstáculo para contar con organizaciones gubernamentales que atiendan las necesidades de la sociedad.

Los gobiernos de la democracia han adoptado una administración pública enorme, compleja, costosa y protegida, que no compite con nadie para ser eficiente, por lo que el monopolio público, producto de la captura político-institucional de las intervenciones gubernamentales, ha originado que su implementación no se encuentre solucionando los problemas públicos el argumento central del por qué no hay políticas públicas es que no hay recursos presupuestales, sin embargo su desempeño no está orientado a satisfacer necesidades de la sociedad, sino solo a cumplir con los procesos y marcos normativos del ejercicio  del gasto público. 

La forma de inserción laboral en la administración pública ha generado una burocracia costosa y protegida, que presta bienes y servicios de manera ineficiente, por lo que en momentos de cambio político hay que adoptar nuevas formas de organización y de operación, de tal manera que exista competencia entre los funcionarios y trabajadores, que los recursos se transparenten en tiempo real en el ejercicio del gasto público, se rindan cuentas de los resultados de sus políticas públicas y sean evaluadas por actores externos de manera permanente.

En síntesis, son tiempos de una nueva clase política, pero como en toda transición ésta es producto de viejas y nuevas prácticas, donde deben dominar los nuevos actores y hábitos administrativos; ser más racional en la toma de decisiones; actuar con responsabilidad social, con transparencia y rendición de cuentas; intervenir de una manera diferente, rompiendo con el predominio de intereses políticos; el reto es superar la desigualdad y pobreza dominante a lo largo y ancho de nuestro país. Busque nuevamente esta columna el próximo 31 de julio de 2019.

@jszslp