Tele-transportado

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Martínez estaba nostálgico. Los días “pico” de la contingencia se presentaban como harto complicados. Eso de prohibir el consumo de bienes “no esenciales” estaba del carajo. Claro que peor sería pretender vivir del aire. La crisis sanitaria no estaba como para darse gustos que no fueran los estrictamente necesarios para salir, literalmente, con vida, en esos días aciagos. Parecía lejana la época en que, cada fin de semana, se preparaba para darse el relax acostumbrado. “Es viernes y el cuerpo lo sabe”, decía.  

     Como un rito que no se puede dejar de lado, Martínez acudía a disfrutar de un peculiar espectáculo que lo hacía volcar su imaginación en un sueño que, sólo allí, en ese momento y lugar, parecía volverse realidad. Ocupaba la mejor mesa para visualizar todo el escenario que habría de recorrer el show que, “tercera llamada” de por medio, se anunciaba inminente por un ceremonioso “animador de ceremonias”.

     Y, de pronto, allí estaba la grácil silueta de una dama que se recortaba sobre el fondo de la parte alta del escenario. Apenas cubierta con un vestuario que brillaba enorme con las lentejuelas doradas, comenzaba a desplazarse, como de lado, bajando la escalera que llegaba al centro de la pista y meciendo de un lado a otro su abundante cabellera, como negando que la suerte de los que allí estaban, expectantes, fuera un sueño largamente acariciado.

     A pocos metros de las mesas que bordeaban la pista, la exótica bailarina aceleraba el paso con los primeros “tam, tam” de un redoble acompasado de tambores. Poco a poco recorría el escenario en el que habría de agitar los más diversos ánimos de los trasnochadores, siguiendo el ritual acostumbrado. El momento cumbre había llegado. El sonido de los cueros de congas y timbales hacía su trabajo. La bailarina giraba sobre su propio eje, para que la estrecha falda de tiras que caían por sus caderas multiplicara el efecto mágico de la vorágine de saltos y vueltas que se esparcían por todos lados.

     Martínez contemplaba, extasiado, la sucesión de ritmos que seguía la bailarina y que marcaba de cuando en cuando la orquesta del maestro Pérez Pardo. ¡Dilo! Gritaba el gran músico director cuando se preparaba la rúbrica de saxofones y trompetas, entre mambo y mambo. Martínez quería saltar al escenario, lo cual no le hubiera costado más que ponerse de pie y dar un paso al frente de la mesa que ocupaba, solo y su alma, para mejor disfrute del espectáculo. Pero solamente movía los pies debajo de la mesa y sus manos tamborileaban por el cuerpo del vaso de ron que, bien sabía, apagaría la sed que lo estaba ahogando. No se podía dar por insatisfecho. Había ganado una batalla más. Bebiendo así “como que  uno se tele-transporta”, presumía.

     En esa atmosfera de alegre desparpajo, condensaba las dificultades de la vida cotidiana, trago a trago, en el fondo de un vaso largo. Martínez se inspiraba en la fuerza proyectada por esa bailarina que veía desde siempre en las películas de antaño y que, ahora, reencarnaba en ese espacio. Pero los tiempos cambian y el telón de su disfrute había caído desde hace rato, por lo que se levantaría… ¿quién sabe cuándo? La contingencia sanitaria pintaba para largo y, ahora, hasta el gusto de tomar unos vinos estaba “en chino”. Eso de distinguir unas necesidades de otras es algo de lo mucho que “no ha sabido el hombre”, le decían.