Una tragedia política

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La ausencia de participación es una tragedia política. Constituye abandonarse a los designios de alguien más. Es la renuncia a la voz, a la acción, a la voluntad, a la libertad. En otro momento le he hablado de algunos textos recientes que de una manera u otra advierten sobre las amenazas y retrocesos que experimenta la democracia en el mundo. Los títulos son por demás elocuentes: “Cómo mueren las democracias” de Daniel Ziblatt, “El pueblo vs. la democracia” de Yascha Mounk, “Contra las elecciones” de David Van Reybrouck o “Sobre la tiranía” de Timothy Snyder. 

Sin el menor afán de sugerir una intentona mundial por establecer regímenes autocráticos, demagógicos o totalitarios –considerando cualquiera de sus combinaciones y variantes-, me llama poderosamente la atención que el argumento sobre el atentado contra la democracia –y sus instituciones- siempre pasa por la dicotomía entre el poder y la ciudadanía. Funciona más o menos así: ningún intento por derribar los cimientos del estado democrático puede prosperar, si existe una ciudadanía que en lo individual y/o lo colectivo, se hace cargo de lo público. 

En 1993 Robert Putnam escribió un libro titulado “Para hacer que la democracia funcione”. En este texto describió la forma en que las prácticas cotidianas de la ciudadanía en ciertas provincias de Italia, podían incidir en algo a lo que podríamos llamar un “mejor desempeño gubernamental”. La idea es sencilla: una ciudadanía que se informa, que participa, que vigila y que exige, tiene mejores posibilidades de incidir en el comportamiento y desempeño de sus gobernantes y representantes. Funciona como en casa, en la escuela o en el negocio: el acompañamiento y la vigilancia –en un sentido positivo, no necesariamente coercitivo- favorece el cumplimiento de las obligaciones o de lo que es encomendado.

Piense en todo lo que se ha logrado gracias a la enorme presión que genera el escrutinio público. Nuestra democracia no es mejor cuando nos escandalizamos por el comportamiento corrupto, incompetente o estrafalario de determinados servidores públicos. Pero sí se mejoran las cosas cuando se tienen controles efectivos que permiten evitar y sancionar estos comportamientos. Quiero ser claro en esto. No es que solo necesitemos endurecer las penas previstas en las leyes –por aquello del discurso genérico de “delito grave, cadena perpetua, excomunión, pena de muerte, gorro de la vergüenza, marcha de la ignominia o fuchi colectivo a quien cometa tal o cual delito”- o que pensemos que la mera existencia de instancias de autoridad –comisiones, contralorías, fiscalías, institutos, tribunales- sean suficientes para resolver nuestro problema. Ningún diseño institucional será suficiente mientras la ciudadanía no haga suyo el control sobre la conducta de quienes le representan.

Ya desde hace un buen rato habíamos quedado en la idea de que la democracia no comienza ni termina en las elecciones. Cuando le ponemos un poco de atención a nuestra propia historia política, resulta sencillo describir cómo durante los últimos treinta años, en México nos hemos dedicado a establecer vías institucionales transitables para consolidar nuestra vida democrática. A través de la educación –con sus instituciones-, de las elecciones  -con sus instituciones-, del acceso a la información  -con sus instituciones-, de la vigilancia, la exigencia y la rendición de cuentas – con sus instituciones-, y de la tutela de los derechos humanos –con sus instituciones-.

Nuestra tragedia viene cuando asumimos que el diseño y funcionamiento de las instituciones es necesario y suficiente para consolidar al estado democrático, pero pasamos por alto el valor de la práctica cotidiana de la participación política de las personas. Ésta es quizás la idea principal que se encuentra detrás del texto de Timothy Snyder que enuncié al inicio de este texto. La cura contra la tiranía reside en la resistencia que emprende cada persona. 

Hay buenas noticias en todo esto. No se requiere de títulos nobiliarios, académicos o políticos para construir y consolidar una democracia de base, de raíz. Se requiere de otorgar valor y significado a lo que la democracia constituye para la ciudadanía. Voy con algunas provocaciones que pongo a su consideración: quienes en 2009 promovieron la anulación del voto como una protesta legítima de insatisfacción frente a los partidos políticos y sus gobernantes, hicieron visible la voz de la protesta. Pero necesitamos promotores de la vigilancia, de la exigencia, de la sanción, de la amplia discusión pública de las decisiones que nos afectan. También hay democracia ahí. Y con la misma fuerza con la que se promueve el valor del voto, deberá promoverse también el valor y significado de la participación de todas (os) en los distintos controles que podemos tener sobre el poder público.

No hay peor tragedia que renunciar a nuestra propia dignidad. Estamos a buen tiempo de construir y consolidar aquello que es bueno, digno y duradero. Y como siempre, se comienza con el valor que cada quien le quiere dar a aquello en lo que cree.

Twitter. @marcoivanvargas