Buena noche

Compartir:

Hasta hace cosa de unos meses, cuando tomaba un libro, lo acababa hasta el final, incluso si no me gustaba. Era una especie de manda por pagar o masoquismo innecesario. Criada bajo la premisa de “lo que empiezas, lo acabas”, terminar hasta las últimas páginas se volvía una obligación. Y ahí me tenían, acabando lo que empecé, mentando madres, sufriendo, arrastrándome hasta llegar al punto final. Sin embargo, un buen día conocí a una tallerista de letras que afirmó, sin un ápice de duda, que uno de los derechos inalienables del lector, es dejar un libro sin terminar cuando éste sencillamente, no cubre nuestras expectativas. Fue como si el cielo se abriera. Ciertamente, no hay ninguna necesidad de aventarse hasta el último renglón, si aquello de plano o está mal escrito, o es una vil copia de otro texto, o simplemente no nos gustó. Desde entonces, he dejado a medias un par de libros que francamente, yo no sé por qué leí hasta la mitad. Fue demasiado lejos.

Recordé a un compañero de maestría cuya esposa hacía en estas temporadas un postre parecido a los chiclosos, pero con tintes de budín. Una cosa muy extraña que se servía en pequeños cubos que nos llevó para compartir. No estaba mal. El sabor era una mezcla de ron con bolillo, nueces y pasitas (guácala), pero con consistencia pegajosona. Muy raro.  La mujer le había preparado una canasta de buen tamaño que, con el frío y en clase, pasaban bien con café. Después de agradecer el trozo que me comí, escuché de sus labios un apenado “Llévate más, por favor. Los odio.” Luego me contó como en su primera navidad juntos, su mujer había hecho esa especie de pastelillo chicloso y él, por pena o educación, como le quieran decir, alabó al máximo el postre. Se comió varios con sumo esfuerzo. El problema no era el sabor, sino la textura: “-Me dan náuseas. Se me pega al paladar, no puedo tragar.-” Le dije que por qué no le decía que hiciera menos, que los repartiera o que de plano le pidiera a su esposa claudicar. “-Ya no puedo. Es demasiado tarde para mí.-” 

Lo mismo le pasó a una amiga que, al inicio de su noviazgo, con todo el afán de impresionar al novio nuevo, quien era fanático del fútbol americano, se aprendió cuanto dato pudo de su equipo favorito, los Empacadores de Green Bay. Le dijo que no sabía bien a bien entender el juego, pero que era una entusiasta del americano, pero que nunca había podido aprender porque en su casa los deportes eran un tema olvidado. El novio se convirtió en coach, y ahí están, 17 años después, cada temporada, recetándose los Monday Night Football. Mi amiga se convirtió en una experta de cosas que, a la fecha, le son completamente indiferentes. Yo le pregunté si a estas alturas ya le había agarrado el gusto. Me volteó a ver con cara de hastío acumulado: “-Ni tantito-“, me respondió, “-Pero es uno de los pilares de mi matrimonio.-“

Hoy es nochebuena, y tal y como su nombre lo indica, uno debe de tener una buena noche. Si no le gusta el bacalao de la tía porque le sale mantecosísimo y más bien parece un una torta ahogada en aceite de oliva, no se lo coma. Si le da urticaria con el fruit cake, evítelo, no es manda. Si le cae del nabo el tío que se pone borracho a la segunda cuba y se pone necio con que él era mucho mejor partido que su papá, pero que la suerte se ha ensañado, déjelo hablando solo, ni cuenta se va a dar. Si sus familiares le caen mal, pues no vaya. No pasa de una regañada que le dé alguna tía, pero le aseguro que nadie se va a morir.

La cosa es que ya estamos grandecitos. Ya podemos dejar libros sin terminar, abandonar situaciones que no nos gustan, no comer lo que no nos place, no obligarnos a gastar tiempo preciado con quien no queramos. Para eso es la noche buena. Para pasársela bien.

Por mi parte, lectora, lector querido, le deseo que tenga el valor de dejar lo que le estorba, de aligerar la carga y que sea de cuenta que el mundo sigue girando mucho más sabroso, cuando uno viaja ligerito y que de verdad, pase una noche buena.