Celulares suicidas

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Hay gente que cree que los objetos guardan la esencia de quien está cercano a ellos. Si tal cosa es cierta, en esta época, los teléfonos móviles llevan la peor parte. Los pobres aparatos están con nosotros todo el bendito día. Los guardamos en la bolsa que nos colgamos al hombro, en la delantera del pantalón, en las chamarras o en las de los chalecos.

El sábado pasado, justamente, me puse un chaleco de esos que son, diría mi mamá, de entretiempo. La naturaleza de mi trabajo hace que tenga dos celulares. El primero, de toda la vida, es para cuestiones personales. Iba a decir que es privado, pero, francamente, medio San Luis lo conoce. El segundo es el aparato que uso para el trabajo y es una herramienta indispensable, dado que por el rubro en el que me desempeño, debo estar disponible 24-7.  Total, que teléfono uno, El Rojo, que es el personal, estaba guardado en mi bolsillo izquierdo y El Blanco, el oficial, en el derecho. Fui al baño. Sí, no se azote. Voy al baño como usted. Me senté en la taza del excusado (también como usted) y como si fuera cámara lenta, alcancé a ver  de reojo que el El Rojo se escurría del bolsillo. Para cuando acordé nomás escuché un “¡Splash!” sonoro. Me paré como de rallo y ahí, al fondo del excusado, estaba El Rojo, desafiando a la ciencia, intentando dar brazadas extensas y patadas contundentes. No le importaba saber, porque se lo he dicho, que los celulares no nadan. El mío, es un celular con iniciativa y con una envidiable curiosidad científica. 

Sin pensarlo, metí la mano a la taza del baño y saqué al Rojo de su alberca.  Lo sequé como pude y funcionó. Sí. Funcionó perfectamente. Yo le vi la cara, desafiante, diciéndome “-Te lo dije, los celulares podemos hacer todo, hasta nadar. Somos teléfonos inteligentes.-“Sin embargo, mi vasta experiencia en fracasos contundentes, me ha enseñado a no desafiar a la ciencia. Tuve razón. No tardó ni media hora en morir. No pudimos despedirnos como era debido, pero sabe que le agradezco sus servicios. El Rojo era budista convencido. Su fe lo premió y reencarnó. Conservó su esencia, es decir, el número, pero cambió de cuerpo. Un cuerpo que por cierto, se me hizo carísimo porque no lo tenía presupuestado. Ya estamos juntos de nuevo. Le compré una funda roja, para que se sintiera parte de este mundo. 

Conozco celulares suicidas. Uno de ellos habitaba en la bolsa del pantalón de alguien a quien conozco bien. Cruzó  Carranza, a la altura de Díaz de León, hacia la plaza de Fundadores y a la mitad de la calle, el celular decidió finalizar su vida. Saltó al pavimento y dos segundos después, un carro pasó sobre él. No hubo tiempo de hacer nada. Fue una pérdida total.

Un día, una amiga foránea me mostró la foto de su pareja, potosino, guardada en el archivo de fotos de su móvil. Llevaba unos meses de haberse reencontrado con un antiguo colega, y ella, divorciada hacía ya tres años, había decidido darle una nueva oportunidad al amor. Yo no conocía al tipo, pero el fondo de la foto denotaba cierto evento social muy sonado en San Luis, que acababa de pasar. Ella no sabía del acontecimiento social, pero viviendo fuera, era natural que su novio tuviese ratos de esparcimiento en solitario. Nomás por convivir nos metimos, en su mismo móvil, a una página de sociales en donde había más fotos del evento, y ahí estaba la misma foto que él le había mandado y que yo acababa de ver. La diferencia es que en la foto que me mostró, salía únicamente la cara del hombre, sonriente y relajado. En la de la revista de sociales, no había acercamiento. Aparecía de cuerpo entero, con la misma cara sonriente y relajada, pero abrazando de la cintura a su ex. O a la chica que le había dicho a mi amiga que era su ex y a la que supuestamente odiaba con el alma.  De la impresión, el celular brincó de las manos de la foránea, rebotó en la mesa y se estrelló con el suelo del restaurante. Al teléfono se le rompió la pantalla y a mi amiga, el corazón. Con el mismo aparato, más el mío, que era el Rojo antes de la reencarnación, nos pusimos a investigar al tipo. Dobleteaba sin pena mientras estaba en San Luis y ella en su estado. Hacía vida social con una pobre mujer que seguramente también se creía la única.  Puede escuchar el “¡Crack!” del el corazón roto, mientras   mi amiga tomaba su teléfono, le marcaba al bato en cuestión y se salía del  restaurante. Yo desde lejos, a través de un ventanal, veía como ella caminaba teléfono en mano, mientras con la otra, manoteaba al aire.  Cuando regresó, apretaba en la mano su celular con tal furia, que al dejarlo se notaron gotas de sudor en el aparato. El celular, transmisor y testigo, se veía más tranquilo. Ella también.

Me ha tocado conocer personas que guardan las contraseñas de sus móviles, como si guardaran el santo grial.  Quién sabe qué contengan, pero veo a esos celulares sospechosamente callados, con aires misteriosos y cierto toque de Daniel Craig, versión 007. A otros, los veo sonrojados ante la cantidad de fotos peladas que les llegan por whattsapp. A esos celulares, pudorosos y precavidos, tampoco les sobran contraseñas intrincadas y sobrepantallas que únicamente permiten ver la carátula únicamente de frente, evitando miradas laterales indiscretas. Otros móviles son relajados y sin problemas. Esos están llenos de memes para cualquier ocasión y suelen quedarse temporalmente perdidos en cualquier lugar. Milagrosamente, acaban regresando a sus dueños, que son igual de simpáticos y desenfadados que sus celulares. Hay móviles voluntariosos y traviesos que se empeñan en poner en apuros a sus dueños. En una reunión con más de una veintena de personas en un lugar  relativamente pequeño, me tocó escuchar cómo alguien que no puede poner atención más de dos minutos seguidos, se ponía a revisar su teléfono, que se supone estaba en vibrador. De pronto, todos los ahí reunidos escuchamos una serie de quejidos que … digamos no eran de dolor. Después de un minuto de sepulcral silencio, los asistentes soltamos sonora carcajada. El dueño del teléfono, apenadísimo, trataba de apagar el aparato, ponerle vibrador o de plano aventarlo. No pudo hacer ninguna de las tres cosas. El teléfono emitía un sonido más fuerte que al inicio. De plano abandonó la sala y no volvió. Quién sabe de qué estaba vengándose su teléfono, para hacerle pasar tal vergüenza. 

Si las cosas se quedan con cierta parte de nuestra esencia, los móviles tendrán mucho que contarse. Me los imagino en tertulia diciendo: “-Mira nomás las tarugadas que éste escribía-“, “-Al mi humano más bien, le faltó escribirle a aquella para decirle que la quería-“, “-A juzgar por sus fotos y mensajes, mi humano se la pasó poca madre-“, “-El mío grabó las primeras palabras de su hija-“ “-En mí guardó la foto de su agresor-“. “-Aquí tengo todas las contraseñas que su familia necesita. Lástima que nunca me volvieron a cargar.-“

Por lo pronto, tengo conmigo a un celular reencarnado con buen sentido del humor que espero haya aprendido de sus errores y que algún día dirá “-Esta bruta, aprendió a cerrarse las bolsas del chaleco mientras me guardaba-“