Cincuenta palabras con hiatos

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Verán ustedes, confieso que cada año me es más difícil dar clase. Estar frente a grupo, paseándome en la tarima de los profesores del salón donde llevo poco más de una década dando clase, sigue siendo, por mucho, uno de mis momentos favoritos cada año. Sin embargo, el terreno se vuelve más arenoso. Por un lado, he  llegado a la edad en la que decidí abandonar la autocensura. Generalmente digo lo que quiero, como quiero, cuando quiero, dentro de mi salón. Tengo, eso sí, opiniones ahora mejor formadas, mucho más cimentadas y argumentos mejor construidos que cuando comencé  a ser docente. Por tanto, tengo también mucho más dudas. Ya no doy por cierto aquello que en algún momento creí piedra filosofal.  

Ahora bien, creo que cuestionarse forma mejores maestros y también mejores alumnos. Creo también que no hay mejor lugar en el mundo para mostrar desacuerdos que los salones de clase. No hay espacio más propicio para discutir puntos encontrados que sentados en un pupitre. Las aulas, especialmente las universitarias, deben de servir para mostrarnos la inmensa gama de posturas con respecto a un tema. En las aulas uno se entrena para encontrarse de todo en el mundo vivo que existe fuera de los muros universitarios. Ahí también uno aprende a ser tolerante, empático con quien piensa justo lo opuesto. En mi salón a través de los años hemos tenido discusiones a gritos, defensas apasionadas, argumentaciones acaloradas. Luego de ellas me enorgullece decir que he visto salir a los chavos tan cuates como siempre. Incluso más unidos. Y yo me hincho de orgullo. 

Sin embargo, el último par de años, hemos comentado entre colegas tanto de mi facultad como de otros centros educativos, lo complicado que se ha vuelto como docente, pararse a expresar ciertas opiniones sin ofender a nadie. Un compañero me comentaba que a últimas fechas, le da miedo tocar ciertos temas y asomar su propio punto de vista para ponerlo como detonante para discutir, porque puede ser catalogado como… bueno, como cualquier cosa, menos maestro. 

Yo recuerdo la universidad con gran alegría. Me la pasé muy bien. Tuve maestros de todo. Unos exigentes, otros no tanto. Unos genios y otros que daban pena. En mi caso, no recuerdo a ninguno que me humillara o que hiciera sentir mal a mis compañeros. En esos años, podía yo elegir a quien quisiera, así que siempre evadí a aquellos que sabía tenían fama de pelafustanes, intransigentes o mañosos. Su fama los precedía y yo pude optar por lo que en aquellos momentos consideré mejores opciones.   

Me apena muchísimo ver que en estos tiempos, cada vez es más frecuente el caso de alumnos que se suicidan, seguramente entre otras cosas, por las presiones de su vida académica. El caso de Fernanda Michua Gantus, alumna del ITAM que se suicidó la semana pasada es uno de ellos. Pero lo cierto es que ha habido otros casos documentados por la prensa en esa y otras instituciones. Hay quien afirma que los jóvenes de ahora no aguantan nada, que son como jarritos de Tlaquepaque. No falta razón en la postura, pero no es completa. Es cierto, entre los que sobre protegen tanto a los jóvenes, que los acaban haciendo menos resilientes y más débiles que una hoja seca de árbol. Pero también es cierto que algo estamos haciendo mal los que formamos parte de las instituciones educativas, que parece que seguimos perpetuando aquello de que “la letra, con sangre entra”. 

Como maestra les digo: no está fácil. He tenido, por ejemplo, casos de mamás que han ido a reclamarme calificaciones de sus hijos. Mamás. En la Universidad. Con hijos mayores de edad que pueden votar para elegir presidente, pero que aparentemente, no pueden defender sus propias calificaciones. También he tenido el caso de papás (recuerdo uno como si lo estuviera viendo ahorita) que sobrero en mano, me autorizó “-Para darle unas cachetadas a la muchacha si se porta mal-“ Quisiera decirles que aquello era un permiso metafórico, pero no: el señor hablaba en serio.

Hasta ahora, afortunadamente mi salón se ha visto enriquecido con alumnos tan variados como el contenido de una tamalera: he tenido chicos y chicas dulces, otros enchiladísimos con la vida, unos que se rajan, otros suaves como el queso, tradicionales como el lomo, innovadores como los tamales de mezcal con arándano. Ha habido de todo, y hasta ahora, hemos logrado convivir juntos sin problemas. Pero desde hace dos años tengo el temor: ¿Y si lo que digo ofende a alguno de ellos y yo ni cuenta me doy? ¿Y si mejor no hablo de religión? ¿Cómo le hago para no hablar de política, si justamente doy Ciencias Políticas?   En ciertos segundos temo  a los tuits desenfrenados, a los hashtags, a la reputación paralela de las redes sociales. Luego, entro en razón y comienzo mi clase como siempre: preparada, puntal, con respeto y tratando de disfrutar cada minuto. 

Por eso, ahora se vuelve mucho más interesante ser maestro. No creo que el miedo me lleve a hundirme en pisos arenosos llegue al extremo de escupirme de las aulas. 

Hace unos días Padawan Scoutwalker tuvo un montón de tarea. Tanta como yo misma me acuerdo haber tenido en secundaria. Entre ellas, debía de escribir una lista de cincuenta palabras con hiato. También cincuenta con diptongo. Las cien palabras debían de llevar su respectivo significado.  Eso, más otro montonal de cosas. El chavo se preocupó, sí, y su inexperiencia le hace aún no medir las cargas de trabajo. Era mucho, pero nada que no pudiera manejar. Y les aseguro que si no es ahora, jamás en la vida aprenderá qué demonios es una palabra con hiato.

Entonces, es momento de que tanto alumnos como maestros nos replanteemos qué estamos haciendo en las aulas, qué debemos reforzar y qué debemos de abandonar. Yo conservaría las palabras con hiato y sin duda desecharía las letras escritas con sangre de alumnos y maestros.