Doce años

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Si los cálculos no me fallan, lectora, lector querido (cosa que es muy posible dado que para cerciorarme de la fecha de mi aniversario de boda debo quitarme el anillo y checar la inscripción en su interior), hoy celebro el doceavo aniversario de esta columna sin nombre. Dados mis antecedentes con días especiales, muy posiblemente me equivoque, pero algo me dice que la primera semana de enero del 2008, gracias a la puntada de Adriana Ochoa, comencé este ejercicio que  usted lee cada martes, pero que a mí me acompaña cada bendito día. 

Un día cualquiera voy por la calle, me paro para observar algo o a alguien y entonces comienza una historia que acabará en las páginas de Pulso. Escribir me lleva a perderme entre caminos ordinarios de esta ciudad, para acabar encontrando lo que ni siquiera sabía que estaba buscando.

Escribir es un ritual que empieza como un acto íntimo, personalísimo, que acaba diluyéndose entre el papel que un ajeno toma en sus manos para hacer con él lo que le plazca. A partir de que presiono el botón de “enviar”, la columna deja de ser mía para ser únicamente de ella misma; porque lo que cada lector interprete, ya no es cosa de ninguna de las dos. Hace tiempo dejé de preocuparme si una palabra de mi autoría significaba para alguien justo lo contrario de lo que quise escribir.

No me canso de repetir que frecuentemente no se lo que pienso ni lo que siento, hasta que lo escribo. Escribir doma a cualquier demonio e invoca a cualquier ángel. Doce años han sido suficientes como para entender que las letras guían como Virgilio a cualquiera que crea que está atravesando el infierno y anudan a la perfección la fina línea que traza la felicidad. Pero también las palabras pavimentan el camino que hay en la jornada entre  la tristeza más profunda  y la alegría más sublime. Para los trayectos y las transiciones, lo mejor, lo único, son las palabras. 

He tenido la suerte de escribir lo que me place. Me he encontrado historias de la ciudad que no servirán para nada más que para demostrar que San Luis tiene vida, que sus habitantes contienen pequeños universos adentro de sí y que éstos fluyen constantemente entre las calles de la ciudad. Las historias son tímidas. No se muestran a primera vista, y suelen esconderse entre las filas del banco, los estantes de una panadería, los puestos de tacos, los vasos de jugo de un vendedor ambulante, las magnolias de la Plaza de Armas, las lajas de cantera rosa de Fundadores. Cuando uno las encuentra empiezan a develarse, primero con reserva, y luego se liberan como si realmente hubieran estado únicamente esperando a que alguien las encontrara. Dice Juan Villoro que quien escribe historias, postula que el deseo puede ser útil. Cada historia es un deseo que se materializa entre las páginas del periódico para que alguien más la tome y se de cuenta que no está solo, que la historia de alguien más, es también la propia. Y entonces, casi imperceptiblemente, se va formando una cadena de hilos plateados sostenida al inicio por alguien más, luego por mi pluma y después por un extraño. Ya ninguno estamos solos.

Con los años, estos hilos plateados han tejido una especie de telaraña en la que más de una vez me he dejado caer. He encontrado paz, descansado, pensado, siendo sostenida por las palabras. Doce años de columnas me han dado lo suficiente para encontrar guía entre los párrafos simples de un periódico que no deja de tomarme el pulso.

No puedo dejar de agradecer a Pablo, por prestarme un pedacito de su periódico; a Adriana, por aquella puntada inicial que me ha llevado a escribir unas 600 columnas; a Jaime, por ser el primero que lee esto cada que le envío la columna los lunes por la mañana. Gracias también a los rostros anónimos de quienes editan Pulso y hacen que yo esté cada martes en mi esquina habitual de página. 

Gracias infinitas a Marcos, a padawan Scoutwalker y padawan Solo, protagonistas involuntarios de esta columna y quienes, a fin de cuentas, son quienes hacen que hayan valido la pena las miles de letras de plata de estos doce años.

Quiero agradecerle, lectora, lector querido, que haya sido fiel acompañante. Me gustaría que nos siguiéramos viendo en el camino de la tinta por lo que sea que esto vaya a durar.  

No me veo por lo pronto dejando de escribir, aunque se que muy posiblemente llegue un momento en donde decida parar, y eso está bien. La fluidez de las palabras me ha enseñado que nada es eterno, ni tiene por qué serlo. Lo infinito, eso sí, es el amor a las letras, que está perene, se escriba o no. Ahora lo entiendo: el amor huele a la tinta con que se imprime el periódico.