El ladrón de tuppers

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El otro día me encontré a un ex compañero de trabajo a quien hace años no veía. He de confesar que me costó trabajo reconocer en él al jovencito que hacía prácticas de servicio social hace más de una década. Yo por aquél entonces era mucho más joven, pero ya llevaba algunos años circulando en el mercado laboral, y, aunque ahora la diferencia de edades parece acortarse, entonces un par de años, eran un mundo de diferencia. 

Lo vi enfundado en el clásico uniforme abogadil, consistente en traje y corbata y cargando en su mano derecha, una lonchera de Betterwere. Después de los saludos de rigor, no hubo mucho que decir, y le pregunté que qué había llevado de almuerzo ese día. “-Ensalada de pollo con mayonesa, tostadas, un plátano y algo de gelatina que sobró de la comida de ayer. Un clásico menú Godinez-“ Recordamos las épocas que compartimos y los “clásicos menús Godinez” que disfrutamos, mismos que iban desde las tradicionales gordas que vendían a un par de cuadras del lugar donde trabajábamos, hasta los tacos que pedíamos de un changarro de dudosa higiene, pero donde preparaban las mejores cebollas caramelizadas del mundo. Nos acordamos también de la compañera encargada de organizar los festejos de la oficina, que aunque jugaba un papel no oficial, era plenamente reconocida por terceros como tesorera de cuotas para los pasteles de fin de mes, encargada de contactar al proveedor de chimichangas, conocedora de la esquina donde cualquier época del año vendían atole y poseedora de un mágico cajón de escritorio donde lo mismo se encontraban curitas, que platos desechables para veintitrés personas. 

La vida Godinez es creativa. Lo mismo corta un pastel con una palita diseñada ex profeso para tal fin, que con una regla Baco de treinta centímetros. Para el Godinez la vida no se detiene si no hay platos desechables para el postre: se dobla en cuatro una hoja de papel bond y listo. Y si la carestía está canija, nunca faltarán toallas Sanitas que resistan la rebanada de pastel, aunque sea tres leches. Y es que los Godinez somos así: lo que no haya, lo inventamos.

Estuve consultando en fuentes varias el origen del término “Godinez” como referencia al colectivo de personas que trabajan en una oficina, bajo un horario previamente establecido y que, como cualquier grupo semi permanente, genera una serie de prácticas y rituales exclusivas de quienes cohabitan bajo el paraguas de estar desempeñando una misma labor. 

Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta cuál es el origen del concepto. Se sabe, sin embargo, que a finales de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, gracias al personaje de  una telenovela de aquél entonces, los oficinistas fueron llamados “Gutierritos” y, sin mucha relación con el tema, pero sí con la cultura popular, había en la serie “El Chavo del Ocho” un personaje más bien flojonzón y medio tonto, con ese apellido. Wikipedia refiere que un locutor de radio, Pablo Zacarías, comenzó a popularizar el término a través de su programa en FM en la Ciudad de México, no hace mucho. 

Las connotaciones de los Godinez tienden a ser despectivas: se dice que los Godinez viven al pendiente de cuándo depositan la quincena, que son buenos para comer en horas de oficina, que pretenden trabajar y  que son expertos en huir de la oficina justo cuando el   reloj checador les deja pasar su huella.   Sin embargo, ser Godinez es también un concepto aspiracional: los Godinez tienen la certeza de recibir un sueldo y con suerte, prestaciones. Algún día vivirán de su pensión y, por lo menos, gozan de periodos fijos de vacaciones. Al menos, eso parece. Por eso, aunque haya comentarios cargados con algo de desprecio, también existe un dejo de envidia por parte de quien los emite. La certeza laboral a cierta edad, se vuelve un bien codiciado. Ya quisieran muchos ser Godinez.

Los Godinez generan sus propias prácticas y tradiciones, como cualquier subcultura. Hay quienes toman muy seriamente el sentido de propiedad y hacen de su escritorio una pequeña casa adornada de estampas del santo de su preferencia, plantas, fotos familiares, rosas del día la madre conservadas en una esfera con agua y brillitos y cualquier tipo de enser que puedan servir en caso de emergencia y que van desde pomadas para quemadura, hasta costurero con dedal y todo. Y es  natural, porque contrario a lo que el clan no Godinez crea, lo cierto es que en muchos casos, los Godinez no se quedan 8 horas en su oficina, sino doce o quince, dependiendo el trabajo y el jefe. Así, cualquiera busca tener un espacio suyo fuera de casa. Conocí a alguien que discretamente guardaba unas pantuflas en su escritorio, a alguien que tenía una frazadita para los días de frío y otro que tenía el directorio más amplio de comida para llevar que cualquier oficinista puede tener en este estado.

Los festejos se vuelven importantes porque recuerdan la vida fuera de la oficina. Las reuniones para  de los cumpleañeros del mes, los tamales del día de la Candelaria, la cazuelada del día del Amor y la Amistad no son otra cosa más que el anhelo por llevar a las paredes del trabajo, lo que hace feliz afuera. Normalizar la vida laboral, humanizarla, bromear sobre ella y reír incluso de las hojas de Excel que nadie entendió.   

Los Godinez viven pequeños dramas: alguien deja su lunch en el refri de la cocinita y a medio día, el sándwich está a la mitad.  En el fregadero se quedó escurriendo el tupperware y de pronto ya no está. “-No había manera de confundirlo, tenía mi nombre escrito con  un Sharpie-“, alguien alegará. Entonces, las pasiones  se desatarán: “-Por supuesto lo hicieron con mala leche, ha de haber sido Lucy, en venganza por lo del reporte-“ Y la rivalidad se enciende.

Los romances Godinez son la contraparte natural a las rencillas. He visto ya varias bodas entre compañeros de trabajo que comenzaron cuando uno le prestó la grapadora al otro. En un caso, la grapadora sirvió por vida de mientras, cuando al pantalón de una compañera se le deshizo la bastilla. La creatividad del caballero Godinez, acabó consiguiéndole dueña de todas sus quincenas. 

Mi ex colega y yo recordamos una serie de robos de tuppers. El ladrón agarraba parejo. Desaparecieron moldes de todos tamaños y calidades. Yo recuerdo que perdí un cilindro de agua  y una taza de viaje donde llevaba el café con leche y vainilla que previamente preparaba en mi casa. Me gustaba mucho. No hacía bulto, no chorreaba. Le lloré. Porque en el mundo Godinez, las pequeñas pérdidas son también pequeños dramas. Sólo los Godinez sabemos el valor de un termo que no chorrea. 

El ladrón de tuppers recibió varias notas: “Si te llevaste el tupper de mi mamá, de perdida llévate también la tapa. Que te aproveche”.  El misterio era dónde cargaba tanto tupper, porque había días en donde las desapariciones eran masivas. Nadie puede salir de una oficina con tanto bulto sin ser notado.  El ladrón de tuppers sigue libre y sus crímenes impunes. Permanecerán entre los misterios sin resolver de toda oficina, ahí, junto con la niña que espanta, la desaparición de los cartuchos de impresora, y la copia del memorándum que todos vieron, pero que nadie encontró archivado. 

La vida Godinez es plena y más vale dejarse llevar por ella, abrazarla con orgullo y decir con la frente en alto: “Sí, señores, soy Godinez, a mucha honra”. Y rezar para que nadie se robe el tupper del lonche, porque así, no hay quincena que alcance.