El poder de la palabra

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Escucha a la palabra 

realizar lo que dice. 

Siente a la palabra ser 

a su vez lo que tú eres. 

Y su existencia se vuelve 

doblemente tuya.

René Char

Creer en el poder de La Palabra generalmente implica no creer en la palabra del poder. A veces hay que hacerla chillar, como pedía Paz, pero la palabra es música, tiene sus ritmos y sus tiempos, y los que detentan (o buscan) el poder la toman como un arma, casi siempre sin detenerse a pensar en las consecuencias. Peor: a veces sí lo piensan y no les importa.

El asesinato de una familia en los límites de Chihuahua y Sonora, donde fueron baleadas y quemadas nueve personas, de las cuales seis eran niños, atrajo los reflectores de todos los medios y el ansia de buscar culpables, causas y explicaciones. De lo objetivo a lo descabellado. Quizá una de las peores fue la hoy exdirectora de la revista Algarabía, quien hizo comentarios en Twitter y a la hora de «disculparse» enfatizó su dicho: que los niños masacrados no eran víctimas inocentes.

Hablar por hablar, escribir un tuit, mandar un wats… En la búsqueda de aprobación nos hacemos los chistosos o queremos ser muy sesudos sin darnos tiempo para encontrar la palabra justa, la que por lo menos se acerca al fenómeno que queremos abarcar. Y luego pedir disculpas no es suficiente.

«Las palabras y los huevos deben ser tratados con cuidado. / Una vez rotos, / son cosas imposibles de reparar», escribió Anne Sexton.

La Palabra exige reflexión. «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», dijo Wittgenstein, pero no significaba que hiciéramos del lenguaje un mundo o viceversa. Pareciera que cada vez estamos más limitados, que cada vez más personas piensan que el que no piensa como ellas es un pendejo o un traidor. Y se suele creer que el conocimiento propio del mundo es el más válido.

Escribió Arthur Miller —hablando del teatro, pero se puede aplicar a La Palabra en general—:

“Cada vez hay más gente que no le da valor a las palabras, que desconfía de ellas. […] Este fenómeno, que empezó con la televisión, allá por los años cincuenta, se fue agravando a medida que la llamada cultura de la imagen se instalaba en nuestras sociedades. […] para comprender las ideas y las asociaciones de ideas que nos propone un diálogo, es necesario una mínima culturización previa, cierto nivel de educación. Implica estar atentos y permeables a las voces. Por supuesto esto demanda cierto esfuerzo mental que, honestamente, no sé si el público de esta nueva cultura está dispuesto a hacer…»

En lo que les atañe, y hasta en lo que no, desde el presidente de la república hasta el último regidor dan su versión de los hechos, una versión generalmente más optimista, para muchos rayana en la ceguera. ¿Es parte de su trabajo? Quizá sí, pero sin exagerar. No he visto a ninguna autoridad en el mundo que acepte todos sus errores, mucho menos que reconozca: «Pues sí, la verdad nos está llevando la china Hilaria…»

Y siempre hay errores, datos optimistas, omisiones, pero nos encanta llevarlo a los extremos. Para unos, si no les funciona un eslogan «pegador» repetido hasta el cansancio, o una estadística, la frase «no tengo información al respecto» es la tabla de salvación. Para quienes piensan al contrario, cualquier oportunidad —un «arrepentido» de haber votado, un ataque, una queja— es usada para lanzar un «se los dije».

Del «tengo otros datos» al «muerden la mano que les quitó el bozal» generalmente el presidente de la república no espera, suelta la frase que se le ocurre. Sabe que todo mundo está al pendiente y que su dicho se reproducirá una y otra vez, con comentarios en todos los tonos. Presume su rating, lo cual es cierto. Marca la agenda y no hay día en que no dé material para la comidilla o el análisis. «Es muy interesante esto porque la gente quiere información, desea tener información. Es muy bueno el que tengamos esta reunión todos los días», dijo. 

La cuestión es que la comunicación gubernamental debería ser más fluida, para que no haya tantas contradicciones entre funcionarios. Los seguidores de ambos lados deberían tener más autocrítica: todos los discursos son falibles. La palabra debería tener más valor de cambio. 

Prepararse en silencio para la palabra. Me acuerdo de las conferencias de prensa de Fidel Castro. Detrás de él estaban decenas de asesores de diferentes áreas, con carpetas repletas de tarjetas y documentos. Según la pregunta y el tema, alguien le pasaba la información al comandante cubano. No sé otras veces, pero las que me tocó ver estaba tranquilo, y prefería esperar a estarse contradiciendo. Si no estaba la información literalmente a la mano prefería diferir la respuesta y pasaba a la siguiente. 

Creer a las víctimas, descreerles a los políticos, al menos de entrada. No es tan difícil. Como decía mi médico de cabecera, House: «todos mienten».

Por mi parte, le creo a Calvino: «La palabra escrita es también viviente (basta pincharla con un alfiler para verla sangrar), pero goza de autonomía y corporeidad, puede llegar a ser tridimensional, policroma, levantarse colgando de globitos desde la página, o bajar a ella con paracaídas». Secundo la moción de Pessoa:

«Yo no soy pesimista, soy triste. No me indigno, porque la indignación es para los fuertes; no me resigno, porque la resignación es para los nobles; no me callo, porque el silencio es para los grandes. Y yo no soy fuerte, ni noble, ni grande. Sufro y sueño. Me quejo porque soy débil y, porque soy artista, me entretengo en tejer musicales mis quejas y en organizar mis sueños conforme le parece mejor a mi idea de encontrarlos bellos. Sólo lamento no ser niño, para que pudiese creer en mis sueños; el no ser loco, para que pudiese alejar del alma de todos los que me rodean, […] Tomar el sueño por real, vivir demasiado los sueños, me ha dado esta espina para la rosa falsa de mi /soñada/ vida...»

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