Ayer se murió José José y de inmediato se soltaron los altavoces, se destaparon las botellas y los karaokes se llenaron de aspirantes a principes de la canción. Se habló de su alcoholismo, de su voz, de sus canciones populares y muy narrativas, como corridos pero con historias que le pasan a cualquiera; sueños, ilusiones, la idea del amor que se manejó buena parte del siglo XX.
Para bien o para mal, las letras de muchas canciones marcan la historia sentimental y psicológica de sus oyentes. Aunque la mayoría se acordó de cuando pedía un aplauso para el amor que él había llegado, o de los desengaños y nuevos amores que acompañó, mucho se comentó en redes sobre el machismo o el romanticismo tóxico que entrañaban algunos de los temas de José José, y hubo quienes lo justificaron con la frase de «hay que separar al artista de su obra», que «era intérprete, no compositor». ¿Será?
Muchos no sabíamos ni qué cantábamos, o coreábamos. Parecían hablar de amor, el que se mostraba en novelas, en películas. Es hasta que esos productos se analizan que uno se queda de a seis. El rogar o el reclamar eran «lo normal», «lo romántico». Tenía una voz maravillosa y así disfrazaba esos trasfondos. Era una persona sencilla, accesible (me tocó entrevistarlo un par de veces y era carismático), pero eso no obsta para corearlo sin culpa.
También se recordó en redes que buena parte de su carrera la manejaron desde España y con compositores de allá. Rafael Pérez Botija, compositor español, por ejemplo fue el que le dio éxitos como «Gavilán o paloma», «Volcán», «Y qué», «Payaso» y «Amor amor».
Camilo Blanes (Camilo Sesto), fallecido hace pocos días, le dio una canción en la que la voz narrativa habla de no poder vivir sin su amor. Se trata de «Si me dejas ahora», con la que muchos nos sentimos «preso entre las redes de un poema». Del español Manuel Alejandro fueron «He renunciado a ti», «El amor acaba» y «Lo dudo».
«El triste», el himno que llevó al príncipe de la Canción al OTI y a la historia, fue compuesta por Roberto Cantoral: «no pido compasión ni piedad, la historia de este amor se escribió para la eternidad». De Cantoral también es «La nave del olvido». De Juan Gabriel interpretó «Lo pasado, pasado», y de Armando Manzanero «Te extraño»; «Almohada», otra de las más famosas, es del nicaragüense Adán Torres.
Interpretó todo tipo de dramas y situaciones en sus temas. Además de soñar a la amada y despertar abrazando a la almohada, las canciones de Pepe Pepe abarcaron el ligarse a un trasvesti (cuentan que es la historia de «Gavilán o paloma»), la celotipia («Cuando vayas conmigo»), el amor trangeneracional («Cuarenta y veinte»), la prostitución («A esa») o incluso la violación a la pareja dormida («Buenos días, amor»):
«Abandonada a la suerte de la mañana
Escondiste tus temores bajo la almohada
Sé que estabas enfadada, pero no dijiste nada,
El que calla otorga y sé que estás enamorada»
En una carrera tan larga, y con todo lo que vivió, con lo que ganaba y lo que le ofrecían, tras sus cruentas caídas, hay mucho que analizar. Y también de cómo es nuestra relación con «nuestros» artistas, nuestro papel como receptores activos. La normalización de ciertas conductas violentas o degradantes no se reduce a un género musical, a un género literario. Otra de las discusiones pendientes es el quiénes nos hacen sentir representados; vgr.: Vicente Fernández como el macho mexicano.
No me gustó el tributo que le hicieron hace unos años en formato de rock, excepto dos o tres canciones que sí rifan. Apenas me entero que en su honor (a sus canciones) hay un libro de relatos en la editorial Cal y Arena, Y sin embargo yo te amaba, con autores como Clavel, Fadanelli, Gomís, Parra y García Bergua; en la próxima oportunidad (económica) prometo tratar de conseguirlo.
También hay letras que merecen recordarse por su poesía. Es el caso de «Aquí se habla del tiempo perdido, que como dice el dicho, los santos lo lloran», más conocida como «Tiempo», musicalización del soneto de Renato Leduc, y que José José interpretó a dueto con Marco Antonio Muñiz.
Sí, se trata del mismo poeta mexicano que siendo diplomático cultural se casó con la escultora Leonora Carrington para sacarla de Europa y evitar que su padre la encerrara en el manicomio, él de 44 años y ella de 24.
Cuenta el propio Leduc que cierto día perdió un peso al apostarlo con un condiscípulo. Se trataba de hacer una cuarteta con el pie «darle tiempo al tiempo» y no pudo. Pero siguió dándole vuelta al acertijo poético, y «dolido aun por la maltratada» se le ocurrieron los primeros cuatro versos:
«Sabia virtud de conocer el tiempo;
a tiempo amar y desatarse a tiempo;
como dice el refrán: dar tiempo al tiempo...
que de amor y dolor alivia el tiempo…»
Luego se siguió hasta terminar el soneto, aunque para evitar la monotonía «aconsonantó» los segundos versos en cada terceto.
Aquel amor a quien amé a destiempo
martirizóme tanto y tanto tiempo
que no sentí jamás correr el tiempo,
tan acremente como en ese tiempo.
Amar queriendo como en otro tiempo
—ignoraba yo aún que el tiempo es oro—
cuánto tiempo perdí —ay— cuánto tiempo.
Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,
amor de aquellos tiempos, cómo añoro
la dicha inicua de perder el tiempo...»
Tiempo y oro en una canción. Como ser volcán, payaso o paloma. Así los recuerdos de ciertas generaciones.
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