En línea

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Escribo estas letras a los pocos minutos de haber terminado de dar la primera clase en línea para este semestre. Tengo cuarenta alumnos a los cuales pude ver formaditos en cuadirtos desde una pantalla. Muy posiblemente esa sea la única manera en la que voy a conocer a esta generación: hombros para arriba, cabecitas con audífonos. Casi todos ellos estaban en sus casas, pero pude ver que una alumna estaba adentro de un vehículo, mientras alguien más, el copiloto, le detenía un teléfono móvil desde donde se escuchaba salir mi voz. Me dio preocupación.

Jamás en la vida me imaginé que llegría un punto donde daría clase como si estuviera adentro de las caricaturas de los Supersónicos. De las cosas que más disfruto al tratar de enseñar, es manotear. Me gusta hablar con las manos mientras explico. Toman vida propia y me acompañan como dos pájaros reboloteando en el salón. Disfruto pasearme por el aula, caminar entre los mesabancos mientras llevo un termo con café. Me gusta subir las escalinatas de los salones de Leyes, que son pequeños anfiteatros, y saludar por la ventana a los profes que pasan por la rampa que está afuera, justo a lado de la ventana usualmente abierta mi salón. Me gusta salir de clase y caminar entre los atiborrados pasillos de la Facultad, generalmente con algún alumno y llegar hasta la oficina donde firmo la salida de mi hora, para ahí encontrarme con colegas maestros que están por iniciar sus propias clases. Procuro llegar antes a la escuela para disfrutar por unos minutos la soledad de salón de maestros, abrir el periódico con toda calma y oler el café de la mesa recién puesto para el turno verspertino. 

Hoy todo extrañé todo eso. Me preocupé por usar una plataforma que en honor a la verdad es una chulada, pero donde soy neófita. Procuré instalarme en donde creí que no fallaría el ancho de banda del internet y aún así falló. Tuve que caer en el cliché de preguntar “¿Me escuchan?, ¿se compartió la pantalla?, ¿se ve bien?”.  No pude estar muy segura si me estaban poniendo atención o no mientra explicaba la tónica de la materia, porque nada más vi cuadritos pequeños con caras. Dios sabrá si estaban poniendo atención o si andaban papaloteando. 

A lo largo de los años he comprobado que enseñar y aprender son saltos de fe. Uno puede desgañitarse y poner en juego todas las habilidades pedagógicas, y aún así, tener grupos enteros sumergidos en la más profunda indiferencia. En mi caso, he visto que los alumnos reaccionan mas ante la pasión que demuestra quien está al frente de la clase, que al saber enciclopédico de quien quiere atiborrarlos de datos. Es difícil medir las reacciones de los alumnos a través de una pantalla. Enseñar es una experiencia sensorial. Se perciben las reacciones y entonces se sabe que hay que seguir por ese rumbo, ahondar el tema, picar crestas, hacer que el tema se exprima. No se cómo voy a hacerle para detectar lo mismo teniendo a mis chicos a la distancia.

Me sentí un poco intrusa. Invadí sus comedores, vi las fotos de bodas de sus parientes colgados en la sala, el color de la decoración de sus recámaras. Vi caminar al fondo a sus papás, escuché el ladrido de sus perros.  Ellos vieron también un pedazo de espacio que usualmente está reservado a mi familia y ahí estaban ahora ellos, como yo estuve en sus casas o en la carretera a Aguascalientes a través de un teléfono móvil. 

No tener precedente de esto no es malo. Extraño mi universidad, mi salón, mis alumnos sin pixeles, pero ahora tengo de frente la belleza de intrínseca de la complejidad, la frescura del reto de enseñar en condiciones poco ortodoxas y lograr que ni mis alumnos ni yo no muramos de aburrimiento. 

No estoy muy segura de a qué dioses de la enseñanza debe uno de encomendarse en estos casos, o si lo conveniente sea de plano dejar las deidades de lado y volverse mas mundano para  pedirle Slim que nomás no falle el internet.