Era él

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Me cimbra escuchar el poderosísimo mantra que compusieron las mujeres  del colectivo chileno  LasTesis , que ha cobrado vida propia. En tres simples frases resumen una poderosa verdad: “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía.” Para rematar sentenciando: “El violador eres tú.”

La canción, convertida ya en himno de cualquier víctima de violencia sexual, no sólo ha reforzado la gravedad de un problema que parece no tener solución, sino que ha abierto las heridas de víctimas que por miedo, vergüenza, o un deliberado deseo de olvidar, habían decidido callar. Ahora, muchas de ellas han tomado valor y contado sus historias. 

La primera vez que sentí que la infancia quedaba atrás, fue cuando a mediados de secundaria una chica que en aquél entonces frecuentaba, me contó cómo su primo, quien era unos cinco años mayor que ella, comenzó un abuso que inició como juego. El tipo, que estaba abandonando la adolescencia y entrando más bien en la juventud, formaba parte del corrillo cotidiano en las fiestas familiares. La chica, que entonces era una niña que no pasaba los diez años de edad, era, en muchos sentidos, el “patito feo” de su familia: su físico no empataba con el de sus tías y primas, quienes eran espigadas como cisnes. Económicamente llevaba también desventaja. La suya era una familia que, si bien es cierto no podríamos catalogar como parte de la cúspide económica del estado, sí contaba con medios para vivir mucho mejor que el promedio de las familias potosinas. Pero en ese entonces, en su casa las cosas estaban estancadas dentro de un bache financiero que parecía eterno.  Para rematar, sus padres se encontraban en una época complicada del matrimonio, enfrascado en un constante estira y afloja en donde la niña se veía frecuentemente en medio de dos fuerzas opuestas. Vulnerable por todos los frentes, el primo se presentó como un aliado. La acogía y la escuchaba, platicaba con ella, la apapachaba. 

Un día, un abrazo prolongado se convirtió en un apretón de nalgas. Ella se asustó y se quitó de inmediato, pero  él le dijo que no había de qué asustarse, que todo aquello era parte del cariño que le tenía. Así, cada reunión en que coincidían, buscaba a la pequeña y le realizaba tocamientos bajo el pretexto del afecto. No la penetró nunca. Se cuidó muy bien de no dejar marcas físicas.  El abuso se repitió por varios años: le veía la ropa interior, la tocaba en sus partes íntimas, la manoseaba. Al entrar ella misma en la adolescencia lo encaró. Le dijo que lo acusaría y él se rió. Le dijo que nadie le creería, y que en última, los por lo menos dos años que habían pasado ella no dijo ni pio. Le dijo que era porque le gustaba. Ella lo había permitido, ella era culpable también.

La  niña, que ya tenía entonces unos trece años, se sintió culpable, avergonzada. Pensó  que su agresor tenía razón, que ella había hecho algo mal. Ya no dijo nada, simplemente lo evitó en cada reunión, en cada fiesta, cada navidad, cada año nuevo. Él también desistió. Quizá la amenaza de acusarlos surtió efecto después de todo.  Fue en esa época que esta chica me contó su historia. No éramos cercanas. Creo que me contó la crónica de su abuso, precisamente por eso. Yo no conocía a nadie de su entorno, no podía ponerles cara a las personas involucradas. 

Muchos años después volví a coincidir con la víctima. Me evitó. Lo entendí. Yo guardaba algo de ella que quizá se arrepintió de compartir. Sin embargo, cuánta razón tienen LasTesis: La culpa no era de ella, que era una niña; ni de dónde estaba, que era la casa de su abuela; ni cómo vestía, que era un uniforme escolar.  El violador era él. Que no se nos olvide.