Desde hace unos días me preocupa la discusión que estamos teniendo sobre los espacios públicos. La palabra público viene del latín “publicus” y ésta de “populicus”, que significa lo perteneciente al “populus”, es decir, al pueblo. La palabra público nos regaló otras fabulosas palabras, como publicar, que significa hacer algo visible para el pueblo, y república, formada de res(cosa) y pública. Nuestra nación, nuestra república, es lo público por antonomasia.
Ahora bien, para prácticamente cualquier cultura, los espacios públicos fueron considerados el corazón mismo de la nación. El ágora griega, por ejemplo, fue el centro de la polis, el lugar donde se discutían los asuntos políticos, económicos y hasta religiosos. Para los romanos, el foro se utilizó más o menos para las mismas funciones, pero también se abrieron otros espacios con la única finalidad de servir como centro de reunión. Templos, teatros, circos, fueron construidos para que los habitantes de la ciudad conviviesen y crearan comunidad; de esta manera, relacionándose en lugares de todos, los habitantes formaban vínculos de pertenencia hacia un pueblo y, consecuente, el espacio mutaba de un simple punto geográfico, a la querencia del espacio viviente de los seres amados. Lo mismo pasó con prácticamente todas las culturas prehispánicas en América.
Los trazos de las antiguas ciudades de la Nueva España fueron realizados teniendo como punto de partida los zócalos. La vida de una ciudad empieza y termina en las plazas públicas.
Las plazas y parques públicos son verdaderos espacios democratizantes. El zócalo de cualquier metrópoli o la plaza del más pequeño pueblo es el punto de encuentro de ricos, pobres, conservadores, liberales, creyentes, ateos. Todos pisamos la misma cantera de Fundadores y eso nos pone en un plano de igualdad. Fundadores nos permite estar en el mismo espacio sin necesidad de cubir requisitos previos que condicionen el acceso, sin importar si tenemos el dinero suficiente para pagar membresías ni credenciales previas para entrar a un lugar. Por tanto, ocupar plazas y parques públicos, se convierte, en primera instancia, en un acto incluyente e igualitario. Ahí todos somos ciudadanos al desnudo.
La iniciación a la ciudadanía comienza cuando un niño o niña, ve que en el jardín de su barrio están jugando otros niños. Luego, sale a jugar, platica con sus vecinos y el espacio se convierte en suyo. Por eso, cuando ese lugar se altera, comienza a entenderse la corresponsabilidad: si hay lugares sucios, los primeros que se preocupan son los vecinos, no los departamentos municipales de limpieza.
Hemos visto muchas veces espacios que sobreviven gracias a que los vecinos riegan las plantas, barren e incluso hacen frente común cuando las autoridades no cambian los focos del alumbrado, o dejan al olvido su colonia. Por supuesto, no se está romantizando nada. Perfectamente sabemos que hay gente a la cual le importa un comino si la banqueta frente a su casa está sucia.
Sin embargo, la gente inteligente sabe que al abandonar los espacios públicos, se corre el riesgo de que alguien más lo los invada. La preocupación por la ausencia de un foco, no es por el foco en sí, sino porque vándalos pueden tomar el espacio para asaltar a los vecinos. La basura acumulada no es otra cosa mas que la preocupación de que aquello se vuelva un nido de ratas. Sí, hay malos ciudadanos, así como también hay malas autoridades
Las plazas públicas son del público, no de la autoridad. ¿Deben de regularse? Por supuesto. Como cualquier espacio común de la ciudad. Sin embargo, hay que tomar en consideración dos cosas. La primera es que las autoridades deben de sujetarse estrictamente a lo que la ley les indica. Una autoridad debe, desde su creación, tener un sustento jurídico que muestre su origen en la norma y que esta norma establezca sus alcances. La segunda, es motivar sus actos, dar razones. Las autoridades no deben de ser intransigentes. Ordenan, sí; pero no como les da la gana, sino como la ley y el bien público lo indican.
Creo (y no solo yo, sino que numerosos estudios lo avalan) que la delincuencia, violencia en las calles, las adicciones, el maltrato de la ciudad en general, no se resuelven vaciando las calles y las plazas y dejarlos sin gente. Encerrarnos en nuestras casas a nadie ayuda. Al contrario. Las ciudades florecen cuando las personas ocupa los parques, los jardines de los barrios, las plazas del centro; porque únicamente así los ciudadanos aprenden a amar su ciudad, a cuidarla, a hacerse responsables de ellas. Alejar a la gente de los espacios públicos, es, por cualquier lado que se le vea, un error.
No estoy en modo alguno, en contra de la labor de regulación de actividades y conservación que recae sobre las autoridades, al contrario. Es una responsabilidad mayúscula y delicada. Por lo mismo, se debe de involucrar a quienes usan los espacios y cuidar que el afán protector de los lugares públicos no violente derechos humanos consagrados en la Constitución, ni excluya a quienes finalmente son los dueños de esos lugares, es decir, a los habitantes de San Luis.
Pero más allá de normas, hay que rescatar la vocación de los espacios públicos y fomentar que el pópulo, su legítimo dueño, habite lo que le corresponde. Enamorarse de la ciudad no funciona como en las caricaturas: a primera vista y sin conocerse. El amor maduro y comprometido demanda contacto cotidiano.
El corazón de San Luis está en las plazas y parques públicos, y para que siga latiendo, necesita que su gente fluya en las calles, tal y como como la sangre circula por las venas. Así se mantiene a las ciudades vivas.