Este enigma que somos

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De entre todas las fiestas que esta patria nuestra tiene, el Día de Muertos  es, por mucho, mi favorita. La complejidad que la celebración presenta, muestra la esencia mexicana y el gusto desenfrenado que tenemos por los extremos. Para un mexicano lo más natural es reír mientras nos inunda la pena más profunda y cantar mientras el dolor ahoga. Así somos.

El Día de Muertos me ha parecido siempre el símbolo más claro con el que los mexicanos demostramos nuestra vocación por la vida. Celebrar la muerte no responde a otra cosa que al sentido de eternidad mexicana: somos por siempre, vivimos para siempre. No se puede explicar de otra manera el camino pavimentado por pétalos de cempoaxóchitl, ni la ofrenda de mole con arroz y mezcal de cada dos de noviembre. Reunirse alrededor del altar con las fotos del pariente muerto, llama a celebrar su vida y prolongarla más allá de los límites de la lógica. 

Sin embargo, creo que hay también un deseo irracional por combatir lo inevitable: nuestra propia finitud. Saber que la muerte es el punto final resulta aterrador. Por eso, sin prueba alguna de lo contrario, fomentamos la creencia de que hay un más allá que prolonga de manera distinta esto que hoy somos. Unos le dicen “cielo”, otros “paraíso”; otros más le llaman “plano superior” o sencillamente “otra vida”. Creo que está bien. Resulta esperanzador y sobre todo, reconfortante. 

Los últimos tres meses nos han acercado a la incertidumbre y la mortalidad sin que sea noviembre. O tal vez todo esto ha sido un noviembre prolongado del cual todavía no somos conscientes. Una vez dado ese paso inevitable que es la muerte, no tenemos problema: sabemos manejarlo. Lo natural es correr a la florería, ir al mercado a comprar sal, cal y fruta, clavar papel picado en las naranjas, cocinar lo que le gustaba al muerto y prender el copal. Ahí, todo lo tenemos controlado. La contrariedad es enfrentar los pasos previos. Nada mejor que una pandemia que detiene todo, para hacernos partícipes de que para morir, también hay un proceso a recorrer. Ese es el problema. ¿Qué hacemos cuando el mundo se detiene y a las puertas de la casa espera paciente un virus que busca atacar? Ahí sí, los mexicanos nos convertimos en unos verdaderos inútiles. Todo fuera tan fácil como poner el altar de muertos. Pero no. Antes tenemos que decidir salir o no salir, usar cubrebocas o no usarlo, desinfectar o no desinfectar. Peor aún: reunirse o no reunirse, visitar o no visitar, jolgorio o no jolgorio.  

Todo es  relativamente sencillo (si es que cabe la palabra) cuando no hay opción. Si no salgo, no hay comida para mi familia. Difícil y con miedo, pero la decisión está tomada: no es que quiera, es que debo enfrentar al virus. Ni hablar. Esta economía no da para mucho y a estas alturas, ya dio lo que tenía que dar. Salir entonces no presenta alternativa. Lo que parece que olvidamos es que si bien es cierto el trabajo es un vector de la vida, tampoco es el elemento singular que la define. Existen otras muchas decisiones que sí admiten múltiples opciones. Se puede perfectamente tener un trabajo demandante y optar conscientemente por no ir a la salida del trabajo a visitar a los primos y tomarse unas chelas. Se puede también ir a abrir la tiendita y no pasear con la familia en el centro para comprarse un helado. Se puede perfectamente tener las horas libres y optar por pasarlas  resguardados hasta que los números de contagio bajen. Claro, a estas alturas, dicho en correcto español, ya todos estamos hasta la madre. Y aún así, hay opciones. 

Por eso a últimas fechas he comenzado a replantearme mi concepto de la mexicanidad en torno a la muerte. Quizá estoy errada y esa fascinación por la celebración a los muertos, no es lo que yo creía: una celebración a la vida. Quizá es mucho más simple: tenemos vocación para la muerte. Optamos por ella, la buscamos, la incitamos, la tratamos de seducir, le coqueteamos.  Dejé de contar las veces que escuché el último par de semanas la frase “Pues de algo nos hemos de morir”, dicho como un mantra para justificar salidas innecesarias que no son otra cosa mas que una provocación al virus. Se puede salir y mantener distancia. Samanta Schweblin lo define magistralmente en su novela, “Distancia de Rescate”, que no es otra cosa mas que “esa distancia que me separa de mi hija” y que calcula constantemente con base al tiempo que tardaría en correr hacia ella y salvarla de un peligro inminente.  En este caso, la distancia de rescate se define en los ciento cincuenta centímetros que necesito que mis hijos estén alejados de los otros. Esa es la nueva, mi  nueva, distancia de rescate. 

Si hay que salir porque tal vez el encierro esté causando ya estragos en la salud mental de los enclaustrados, habrá que hacerlo, por supuesto, pero ante la disyuntiva de hacerlo con cubreboca y con la necesaria distancia de rescate o no hacerlo, lo sensato sería optar por lo primero y no por lo segundo. 

Faltan 133 días para ver los altares de muertos. Muchos planeamos estar del lado de los que los ponen y no de los que aparecen en las fotos y les llevan café de olla. Yo tengo, además, la curiosidad por probar si este enigma que somos los mexicanos optamos por la vida o por la muerte.