Falta vivir

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Hay cierta paz en este aislamiento, reclusión que se ha relajado hasta terminar siendo una opción, aún con la coerción de “multas y recargos” por no usar cubre bocas en vía pública.

El ánimo oscila entre las tareas laborales, la comunidad mundial, la familia y los cambios de clima que no alcanzan a traer la lluvia como se desearía.

Voy casi a ningún lado excepto lo necesario. Veo casi a nadie, lo mínimo inexcusable, a la distancia que se requiere. Falta algo, algo que vendría dentro de la gente y con la gente, algo que se comunica en el intercambio natural de la vida. Pareciera no ser suficiente mantenerse con ella: impera dejar de vivir en modo de aguante.

Y a pesar de la quietud aparente, hay una incertidumbre flotando entre todos. Una especie de anuncio que no ha sido revelado pero que se deja ver en la confusión de los colores del semáforo que garantizan la seguridad o el menor riesgo para todos los habitantes de este país. 

La verdad como siempre, no queda clara y no hay en quien confiar salvo en las entrañas que nos gritan libertad y precaución a una voz.

Estamos a salvo bajo el techo que nos resguarda, pero hay un caos latente. Vivimos con él y lo saludo cuando olvido mis medicamentos por la mañana, cuando en lugar de zapatos, piso descalza y cuando mi bolsa se alimenta de gel anti bacterias, diversas caretas, guantes desechables y variedades de mascarillas. Alguien nos dijo que ésta sería la nueva normalidad. Mi mente lo acata, mi espíritu no lo comprende.

Me preparo para salir a ninguna parte, cambio la elección de la blusa por la playera y los zapatos por los pies desnudos: me acuerdo que no hay a donde ir. Y que, si bien hay obligaciones, fechas y compromisos, todo ello se ha transformado en la virtualidad que nos envuelve. La prisa es relativa, un protocolo para seguir habitando un mundo que ya se fue.

Mi ritual se desdibuja y pienso en aquellos aislados en cárceles cuando llegan a perder el sentido del tiempo hasta desconocer el día en que amanecen. Hoy nos damos cuenta del valor de las rutinas para ubicarnos en el espacio llamado tiempo.

Nos llueven noticias de contagios, de queridos y desconocidos que enferman, mueren o se recuperan: no son pocos. Las enfermedades comunes no desaparecieron, pero no tienen lugar para ser tratadas sin riesgo de contraer esta peste moderna que flota en los gabinetes médicos.

Nadie quiere enfermar, toser o estornudar. Yo tampoco; quiero vivir y quiero que se termine el encierro y la gente haga sus cosas en libertad. Parece lejano todo esto. 

Me asomo a la ventana y veo a las niñas jugando en el parque, paseando en bicicleta, jugando a las escondidas por la noche y dando gritos por la emoción de no estar atrapadas. Así quisiéramos sentirnos todos: ingenuamente libres.