Habitantes invisibles

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En estos días es inevitable lidiar con la tristeza. Tristeza porque los planes se esfumaron, porque las graduaciones se cancelaron, las fiestas se pospusieron hasta quién sabe cuándo, las reuniones ordinarias de cuates y con la familia han quedado atrás y al día de hoy, no se ve luz al final del túnel. 

Pero eso es lo de menos comparado con el dolor de quienes han visto morir a sus familiares y a sus amigos y no han podido darle cierre como acostumbramos: con un velorio, funeral, misa para los creyentes y huateque en la memoria del difunto, como nos gusta a los mexicanos. Pareciera que las despedidas se están quedando adentro de un círculo sin cerrar. Me duele no haber podido acompañar a mi amiga Laura, ahora que murió su papá… De la misma manera, las bienvenidas han quedado truncas. Conozco a un par de personas que han tenido hijos durante esta pandemia, y no los he ido a conocer, ni lo haré en los siguientes tiempos, porque no es responsable. Me duele no haber podido ir a conocer a Natalia, que ha hecho su entrada a este mundo. Luego pienso ¿Qué necesidad hay de poner en riesgo a la gente? Ninguna. Los abrazos pueden esperar. 

Con todo, he comenzado a imaginarme que la casa en cuarentena en la que vivo, se encuentra también poblada por seres invisibles que sin aviso previo, abrazan a los habitantes visibles. Están ahí la paz, la tranquilidad, la quietud, la calma, la alegría. Pero también están la angustia, el desasosiego, la incertidumbre, la tristeza, la preocupación. Ahí están todas, conviviendo juntas, como una gran familia. De nada vale negar su existencia: todas  viven con nosotros, son parte de nosotros. Por eso, hemos optado por reconocerlas, llamarlas y devolverles el abrazo, porque ninguno de sus gestos es eterno. Ya las dejaremos ir, para que llegue otro habitante invisible a acompañarnos. 

El miércoles fue un buen día. Cosas minúsculas pero significativas pasaron a los habitantes de la casa en cuarentena en la que vivo y estuvimos alegres y en paz. En otras épocas, sin virus malévolos, quizá no hubiéramos tenido tiempo para nadar en la alegría de ver culminado el esfuerzo de cinco años. Hubiéramos estado corriendo entre actividad y actividad, tratando de estirarle horas al día. Pero estamos en pandemia y hubo tiempo de regodearse en los logros y ver que a veces las cosas tienen un buen final. Pudimos incluso alargar la celebración, comer rico, terminar con pastel en la boca y celebrar al día siguiente la vida de Marcos. 

Y así como así, de pronto me abrazó la tristeza de ver al mundo cada vez más enfermo y a muchos cada vez menos preocupados. El padre de una amiga murió por Covid en la Ciudad de México; varios familiares de una querida ex alumna están diagnosticados de lo mismo. Están bien y ella como si nada, pero es un recordatorio de que en el aire sigue flotando esto que nos debe de mantener en un estado de claustro voluntario para que no se siga dispersando. Y en eso pensé en mis hijos, lo cotorreros que son, los arguendes que arman y lo bien que han estado viviendo esto, a pesar de llevar mucho sin ver a sus amigos, sin jugar en su escuela, sin vivir la delicia de comerse una torta en el  recreo. Dejé que la tristeza hiciera lo suyo así como dos días antes me dejé llevar por el gozo de las celebraciones, permití también que me inundara la tristeza. La reconocí como una igual, como parte de mí y me sentí libre. 

Porque así son estos días: llenos de todo y de nada. Plenos de habitantes invisibles que más nos vale reconocer, porque sentir todo, es  vivir.