Jom scul

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Quizá, suponiendo percepciones ajenas, en algunos años las futuras generaciones comentarán doctamente: bella época aquella en la que, privilegiando el aprecio por lo estético, ocultaban su fealdad con cubreboca.

Y es que los parámetros de percepción evolucionan, lo que para nosotros es o fue, para otros no será; las formas de ver el mundo, la vida, y enfrentarnos, cambian y evolucionan, se adapta de acuerdo a las circunstancias. 

En medio de estos reordenamientos sociológicos y perceptivos, hoy vemos que los médicos no son dioses; que los políticos son una porquería a los que sólo le importa obtener ganancia del río revuelto (bueno, eso ya lo sabíamos pero no pensamos que, como dijo el licenciado Penilla: “tuvieran un nivel de flotación tan bajo”); que nuestros gobernantes y las políticas de asistencia pública se ven rebasadas; que los alcaldes, en un alarde de terrorismo psicológico ordenen la apertura de fosas en los cementerios municipales; que la salud privada no es necesariamente la mejor de las opciones; que la iglesia como asidero espiritual ya no es necesariamente la opción única; que importa más la situación económica que la vida misma; que los presidentes de la República miden con doble rasero a sus detractores; que el Estado se ve rebasado para ejercer sus políticas de autoridad en casos de excepción; que importa más la economía pública que la salud pública; y que los roles familiares enfrentan un problema al que nunca pensaron enfrentarse: el cuidado y la educación directa de los hijos. 

Todos se ocupan de salud, de economía, de atacar las decisiones políticas; como yo no soy especialista en nada, puedo opinar de todo y no me causa ningún problema; es más, me encanta fastidiar. Posiblemente no esté en lo correcto, pero si ya llegó hasta aquí, sígame leyendo; quizá no esté de acuerdo conmigo, pero se va a divertir. 

El día de ayer recibí –vía guasap– la ficha de preinscripción de mi hijo. Es decir, hay que pagar para que siga estudiando el próximo ciclo lectivo 2020-2021. De entrada –y de salida– no tengo dinero (el pobre por pobre y el rico por rico, pero así andamos todos, y pues qué hacer), pero me asaltaron una serie de dudas que me hicieron pensar un poco más a profundidad esta cuestión de la escuela. Primero, nada nos garantiza que se podrá iniciar con toda normalidad el siguiente periodo escolar; en seguida, me doy cuenta que en nuestro entorno existen preocupaciones  más fuertes, y que quizá la educación sea una de las últimas. 

¿Será buena idea darlo de baja temporal y que se dedique a actividades más productivas, como estar echado todo el día, viendo la televisión, pegado al teléfono, o estar jugando exbox? Consideremos que todo esto, que a nosotros nos parece repulsivo y muy criticable, es parte fundamental  del entorno inmediato de nuestros hijos o nietos; ciertamente no es lo deseable, pero es una realidad a la que debemos adaptarnos.

Por otro lado, si esta situación somete a una gran malestar a los adultos (si no véanse), a los niños y adolescentes los está[mos] sometiendo por empatía a una carga superior del mismo. Vale más un año perdido (lo cual no tiene nada de malo, como nos hicieron creer nuestros padres), que daños psicológicos que aflorarán más tarde, y quizá puedan ser irreversibles. Veamos el caso de los padres que ahora se la pasan en sus casas auxiliando a los hijos en sus hogares escuelas (jom scul y jom ofiss, dicen los pochistas): están más enloquecidos y atediados que los propios hijos. Luego, acaban culpándolos del cansancio y del desgaste emocionales.  Seamos honestos, es la primera vez que ¿en cuántos años como padres?, están directamente a cargo del proceso de aprendizaje de los hijos.

Las condiciones de las sociedades actuales, no permiten ya esos roles que, todavía hasta hace algunas cuatro décadas eran casi obligatorios en todos los hogares, lo cual tampoco tiene algo de malo. Las circunstancias actuales, derivadas del virus maligno, obligan a una reestructuración, primero de las relaciones padres e hijos, después, de los procesos educativos y de enseñanza aprendizaje. Además, va algo que definitivamente los va a incomodar –cosa que no me interesa– la mayoría de los que permanecen en sus casas (al margen de los ricachones o jubilados que ya tienen la vida resuelta), son clasemedieros, operadores o intelectuales de escritorio; esto vuelve más interesante el asunto, porque nos hace ver que es mucho más fácil para las familias de clase baja, adaptarse a la presencia permanente de los hijos, que para los que nos ufanamos de ser gente lébida y escrébida. 

Así, observamos que para la clase media universitaria, productiva o intelectual, los centros de enseñanza son una necesidad, porque son las guarderías a donde van a aventar a los hijos, al no estar ya capacitados mentalmente, para hacerse cargo de ellos, Insisto, nada malo hay en ello. Vale más tomar la vida relajadamente y convertirse en cómplices de los hijos, dejándolos echarse la pinta en casa, haciéndoles las tareas, poniéndose a ver con ellos una película formativa no comercial, y leyéndoles –dijeran los moralistas que nos educaron– cositas gratificantes. 

Estamos frente a una oportunidad única: podemos reactivar los vínculos familiares, construir o reconstruir una familia; aprender a ser realmente padres de los hijos. Recuerden algo, este tipo de circunstancias obligan a modificar todos los procesos existentes en torno a una sociedad (sociales, políticos, religiosos, económicos, etece, etece –dice a cada rato la psicóloga de la escuela de mi crío–). Analicen las circunstancias personales actuales, e insisto, no se tomen su condición temporal de pedagogo, tan en serio, mejor pónganse a echar relajo con los críos, y consideren que donde se educa es en la casa, no en la escuela.

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Va un fuerte abrazo, guardando la sana distancia, y cargado de cariño, a mi muy querido amigo Fernando González Álvarez del Castillo, Chino González, para la banda, por su reciente cumpleaños. 

Gracias por su lectura; enciérrese a piedra y lodo.