[Spoiler alert: Maquiavelo y Friedman merecen más cariño].
Por regla general –y por salud mental-, en política no se debe sobrerreaccionar ante una declaración efímera, a menos que refleje una realidad subyacente. No encuentro novedad en que un personaje público, o incluso un jefe de Estado sea víctima de sus propias palabras –en México, las declaraciones son noticias, advertía un profesor de mi Facultad-, tampoco me sorprende que existan personajes que adopten al desparpajo como un estilo para definir ciertos cauces de la opinión pública.
Partamos del ejercicio elemental de llamar a las cosas por su nombre. Gobernar, comunicar, decidir, administrar, legislar, gastar, recaudar, construir, juzgar, gestionar, no son sinónimos. Y a pesar de que desde hace muchos años y en distintos ámbitos hemos observado cómo han llegado y se han ido personajes que no distinguen estas diferencias –o que se han esforzado por hacernos pensar eso-, prevalece una noción rudimentaria de mezclar todas estas cosas y ocultarlas bajo el manto sagrado de lo político. Y hasta en eso hay ciencia. Siglos y toneladas de textos de ciencia de lo político.
Tenga la bondad de no tomar este texto como una crítica más al reciente discurso del Presidente de la República. La preocupación que quiero compartirle se adscribe a un problema mayor: es notorio el alejamiento que existe entre el conocimiento científico y la labor de gobernar en distintos ámbitos de la vida pública. No es problema de una persona, es un mal sistémico.
Celebro que la humanidad ha desarrollado ciencia para casi todo lo que requiere seriedad. Gobernar no es la excepción. Para fortuna de casi todos nosotros, hay escuelas donde se enseñan métodos (el ITAM, por ejemplo; o la UASLP, la UNAM, el CIDE o el COLSAN). También se aprende a gobernar en la calle, en la plaza pública, sobre la marcha; pero se corre el enorme riesgo de pensar que es sabio gobernar abandonándose a la sabiduría de la intuición o al arte del tanteo. Permítame ser más claro, el problema del que hablamos se relaciona con el enorme distanciamiento entre el político y el científico –para expresarlo en términos del discurso clásico de Max Weber-, ese binomio indisociable que advirtió George Sabine cuando explicaba la diferencia entre el actor y el teórico político: <<actor político es quien “conecta” o “relaciona”, quien crea el tejido político en un sentido inmediato. El teórico político lo observa a él y a sus hechos y aconseja y recomienda lo que puede y lo que no debe hacer>>.
Predico la conveniencia del gobernar con la razón por que en ello habita la obligación del método y la contundencia de los datos. Advierto también la crítica de quien considera ingenuo gobernar con estadísticas, modelos de regresión, simulación y efectos pronosticados, pero también rechazo el estilo de decidir al tanteo o sin anticipar consecuencias. Años de realidad podrían darme la razón en ello.
Quien se toma en serio al acto de gobernar, debería mostrar mayor respeto –o aprecio- por las ciencias políticas y sociales, por la historia, la economía, la estadística, el derecho, la sociología, la antropología y las relaciones internacionales; la medicina, la salud pública, la demografía, el urbanismo, la administración, la biología, las políticas públicas, la agronomía, la física, la geología, las ingenierías y un larguísimo etcétera. Parece que después de todo, sí hay ciencia en el asunto de gobernar.
Espero que haya quedado claro el punto: a estas alturas del partido, quizás debemos elevar nuestros propios estándares sobre la calidad de quienes nos representan, no por lo que dicen, sino por el método de gobierno que demuestran.
Twitter. @marcoivanvargas