La correa

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En estas épocas modernas, uno tiene que revisar si está actualizado hasta en las ofensas que comete, porque ahora resulta que si no contesta el móvil ipso facto, si no reacciona inmediatamente a las conversaciones de Whatsapp, o si no se ríe de los memes de algún grupo, se comente una grosería mayúscula.

Recuerdo el caso de una amiga clavadísima en su trabajo. La mujer estaba en medio de un proyecto importantísimo y se dedicó  únicamente en aquello para lo que la contrataron.  Por horas olvidó el móvil, y para la tarde, cuando finalmente pudo tomar un respiro, se dio cuenta que acababa de perder una amistad. Otra mujer, cercana a ella, había demandado su atención con cierto asunto de importancia para quien la buscaba, y la otra simplemente ni enterada. Así, la solicitud de atención se fue tornando en molestia, y para aquello de las seis de la tarde, la mujer, por mensaje, había escrito que, en virtud de su ausencia, diera su amistad por terminada. La otra se quedó de a seis. ¿En qué momento hacer lo que uno debe, a la hora que uno se supone debe hacerlo, se convirtió en una ofensa a la amistad? Mi amiga tomó el teléfono e inmediatamente le llamó a su amiga, quien desvió la llamada al buzón. Trató de enviarle un mensaje, pero se dio cuenta que ya la había bloqueado. A la fecha, no ha vuelto a poder contactarla para explicarle que justo ese día, el trabajo era prioridad. 

Cuando empezó a democratizarse el uso de celulares y dejaron de ser un artículo reservado únicamente a gente con cierto poderío económico, muchos,  novedosos como somos, corrieron a buscar su propio aparato. Daba gusto ver cómo un montón de tecladitos numéricos hicieron tan feliz a  tanta gente, hasta que se dieron cuenta que aquello, era el equivalente a alargar la correa. De pronto, los cónyuges podían llamar a todas horas, los jefes solicitar a deshoras que se hiciera tal o cual labor y los amigos latosos pudieron molestar a todas horas, so pretexto de inmediatez.  Entonces, los dueños de los móviles tuvieron que ponerse creativos y nacieron nuevas excusas: “Tenía el celular apagado”, “Lo puse en modo vibrador”, “Se me descargó y no me di cuenta”, “No tenía registrado tu número, por eso no contesté”. 

Después la cosa se puso peor. Nacieron los teléfonos inteligentes y nosotros nos volvimos más idiotas. De pronto, el vicio que comenzó con los mensajes se agudizó hasta crear la patología de la adicción a las redes sociales. Facebook, Messenger, luego Whatsapp e Instagram. Ya no pudimos soltar el teléfono ni volver a enderezar el cuello. Con los móviles  pegados, comenzó la manía por la conexión constante con el mundo. Quien se sentía solo, siguió igual, pero ahora con la falsa ilusión de tener siempre a alguien al otro lado de la línea. Los teléfonos de pronto se quedaron las veinticuatro horas prendidos. No había tregua.

Un hombre que conozco se fue de vacaciones, con previa autorización por parte de su empleador. Mientras estaba en la playa dejó el teléfono en la habitación, para evitar que algo le pasara con el agua y la arena. Cuando volvió a la hora de la comida, se encontró con unas nueve llamadas de su jefe inmediato. El tipo le puso una cajetiza mayúscula por no contestar. Él trató de defenderse explicando que estaba de vacaciones, un descanso legal y previamente autorizado. No hubo razón que valiera. El empleado le dio la información que deseaba y colgó. Cuando volvió no duró mucho tiempo en ese trabajo y lo corrieron so pretexto de recorte de personal. Él siempre creyó que la verdadera razón, fue aquella llamada durante sus días de descanso.  Ahora, ya nadie puede desconectarse y apagar el teléfono se vuelve ofensa, señal de poco compromiso con la empresa o bien, causa de martirio. Desconectarnos nos hace sentirnos culpables. 

Hay gente que parece que no tiene nada que hacer. Inundan con imágenes, memes, cadenas de oración, chismes en cadena. Y si uno no reacciona, aunque sea con el simbólico ícono del dedo pulgar hacia arriba, aquello puede ser connato de drama mayúsculo, emociones heridas y hasta connato de bronca. Más si quien envía es pareja del receptor. 

Hace poco una ex alumna me enseñó los insistentes mensajes de su novio, quien desde muy temprano la bombardeaba con mensajes de tierna pero empalagosa naturaleza. Ella en un principio respondía por lo menos con un emoticón. Sin embargo, me confiaba, para la noche  ya se sentía agobiadísima por el chico, a quien no le importaba si ella estaba en clase, o con su familia. Se sentía culpable por no responder, aunque era consciente de lo absurdo de esas supuestas muestras de amor. Sin embargo, me decía, también era responsable: en cierta etapa, muy al inicio de la relación, ella, que venía de un noviazgo que terminó cuando se dio cuenta que el entonces novio le ponía el cuerno descaradamente; volcó su inseguridad en el envío compulsivo de mensajes dirigidos a la nueva pareja, demandando saber qué estaba haciendo, dónde estaba y con quién. El chico, por querer hacerla sentir mejor, le enviaba reseña pormenorizada con evidencia fotográfica. Luego, cambió a mensajes cariñosos hasta que aquello se salió de control. “-Yo me metí en esto, y ahora no sé cómo salir-“ me dijo mientras su teléfono sonaba de nuevo con tono de campanita. 

Las épocas decembrinas pueden tornarse insoportables si uno se aleja del celular y pretende no ser grosero con nadie. Los nuevos cánones sociales obligan a de perdida, decir gracias a la tarjeta virtual que se envía a chorrocientosmil contactos al mismo tiempo, gloriosamente reunidos en una lista de difusión que no dice otra cosa mas que importa un bledo el afecto sincero, y mucho más la inmediatez obligada. 

Quién sabe cómo le vamos a hacer para evolucionar hacia el justo medio entre la conectividad y el pacífico respiro en solitario, porque a nadie le hace bien caminar mucho tiempo con la correa amarrada, aunque esté muy extendida.