La semilla de mostaza

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El sábado salí del supermercado con una semilla de mostaza. Debe saber usted, lectora, lector querido, que ir a comprar víveres es de las cosas que generalmente disfruto. Me gusta seleccionar la carne, ver cuáles son las frutas y verduras de la temporada y surtirme con un producto que usualmente no está en mi cocina, nada más porque vi una receta que se me antojó hacer. Todo parte, por supuesto, del gusto que le tengo a cocinar. Si una tortilla dura se puede convertir en chilaquil o si un bolillo viejo puede acabar  transformándose en capirotada, entonces hay grandes posibilidades de que el mundo cambie y las cosas mejoren. Cocinar me resulta esperanzador. 

La cosa es que ahora las cosas han cambiado. Me alegran los protocolos que se siguen para tener acceso a las tiendas, pero no dejan de ser escalofriantes. Llegué con mi cubreboca, me tomaron la temperatura antes de entrar, me puse gel y una señorita limpió con cloro el manubrio del carrito. Seleccioné las frutas y verduras rogando que no estuvieran muy manoseadas y cuidé en no volverme a tocar la cara. ¡Qué difícil es no tocarse la cara! Hacía mucho calor, yo traía cachucha y con el cubrebocas puesto, la mitad de mi cara que quedaba libre, comenzó a tener pequeñas perlas de sudor. Ya había tomado la fruta, entonces abrí mi bolsa como si yo fuera radioactiva y traté de encontrar los kleenex sin tocar nada, cosa que fue imposible. Sentí que cada cosa que tocaba era infectada por virus infiltrados desde mis manos. No estuve a gusto. No lo disfruté, me dio angustia.

En la sección de carnicería descubrí que había un solo despachador, así que tomé posesión del lugar que me correspondía (el cuarto) y le pedí a la señoras de adelante y de atrás, permiso para ausentarme momentáneamente, en lo que corría a diferentes pasillos a recoger lo poco que me faltaba. Las mujeres accedieron muy amablemente y me dijeron que no me preocupara.

 Yo, que generalmente baboseo bien y bonito y pierdo tiempo leyendo los ingredientes de la mayonesa Hellmans  y los comparo con los de la MacCormick, esta vez fui al grano. Primero, porque me dio cosa tocar los envases y luego, para no abusar y cuidar mi lugar en la fila. Cuando volví todo estaba tal y como lo dejé. La señora de atrás veía su celular, y la de adelante me dijo -¿Tan rápido?- Yo le expliqué que en realidad eran ya los últimos productos, así que no había habido tanta complicación.  Me llamó la atención que la mujer no cargaba bolsa del mercado, ni empujaba carrito alguno. –Vengo nada más por cinco milanesas de pollo, para la semana.- me dijo, -Una semana pollo, otra pescado, otra carne.- La mujer era ya anciana. Tenía el cabello completamente cano y llevaba puesto dos cubrebocas de tela claramente hechos en casa. 

Comenzamos a platicar lo extraño que era encontrarnos ahora con esta nueva forma de hacer cosas tan ordinarias como ir al súper. Ella me dijo que había trabajado en la Universidad por 28 años y ya llevaba otros tantos jubilada y que no recordaba haber vivido una cosa así. Con cierta tristeza le conté que me gustaba mucho cocinar y consecuentemente, escoger los productos para hacerlo y que ahora, me sentía en peligro incluso tocando un aguacate para ver si estaba ya maduro. La señora me escuchó con calma. -¿Conoces la parábola de la semilla de mostaza? – Yo asentí.-Bueno, pues entonces sabes que la fe es como una semilla de mostaza. Puede ser minimizada, pero el árbol de mostaza crece y se convierte en árbol enorme en donde los pájaros anidan. Debes de tener fe. Esto también pasará y verás como tú te convertirás en un gran árbol de donde otros se sostengan.- Yo estaba a punto de soltar el chillido. Las palabras de la anciana me dieron directo al cora. Ella abrió su bolsa y sacó un frasquito de vidrio con un montón de semillitas de mostaza. –Las traigo desde que esto empezó, para cuando se ofrezca- Abrió la tapa y me dio la semilla que está ahora junto a mi teclado.

Usted sabe, lectora, lector querido, que no soy precisamente religiosa y no estoy convencida de la existencia de ningún ser supremo. En lo que sí creo, es en la caridad, la solidaridad y la bondad de las personas. Creo en la humanidad. La anciana de la tienda de la Uni me regaló un soplo de viento fresco que ni siquiera sabía que necesitaba. Ella me dio la semilla. Me toca germinarla.