Los explicadores

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Irene Vallejo escribió El Infinito en un Junco, que más que un libro sobre la historia de los libros, es una declaración de amor a las palabras. Media página le basta para recordar que durante la época del cine mudo, existieron los explicadores, que eran personas contratadas por las salas de cine para, en primera instancia, calmar a la gente. Aquello de ver proyectadas en sábanas imágenes de personas y cosas, causaba miedo. Un tren parecía descarrilarse y salirse directo a herir a los espectadores. Un hombre sacaba una pistola y el público se tiraba al suelo. Los explicadores, entonces, tenían como primera finalidad, tranquilizar a la gente. Luego, conforme los espectadores se fueron acostumbrando, los explicadores leían las pocas frases ensartadas en la película para que el público analfabeta no se perdiera la trama. Después, las funciones se fueron sofisticando y los explicadores cargaban con cascabeles, láminas metálicas, silbatos o cualquier cosa que les ayudara a crear en vivo los efectos de sonido que la película ameritaba. Ahí, entraba en juego no sólo la creatividad del explicador, sino su compromiso con el público, entonces, los explicadores comenzaron a diferenciarse unos de otros y algunos se convirtieron en verdaderos imanes para el público, quien comenzó a acudir a las salas, sí, por la película, pero en gran medida por quien la narraba, porque para entonces, los explicadores se tomaron ciertas licencias artísticas y comenzaron a improvisar diálogos entre los personajes o a interactuar con el público para animarlo o aplaudir o ayudarle a canalizar las emociones provocadas por la película. 

Estoy pensando que en estas épocas extrañas, quizá necesitemos de explicadores. La realidad, al igual que las películas, se pasea frente a nosotros y por más evidente que sea, no nos alcanza la vida para entenderla.  Ayer nos dieron la terrible noticia de la muerte de un amigo de antaño. El virus se lo llevó a los pocos días de haber enfermado. Hace tiempo que no lo veíamos, pero guardábamos buenas memorias con él. Siempre queda el “luego nos juntamos” que ya no pasará. Su esposa y sus tres niños se quedan con una inconclusa despedida. Aquí podría intervenir un explicador que le diera sentido a esto, alguien que pudiera interpretar la realidad y calmar nuestros miedos. Alguien que creara nuevos diálogos  o leyera en voz alta lo que no entendemos. 

Podríamos usar a los explicadores para adelantar un poco el final de la película que ellos ya vieron cientos de veces y que nos digan desde ahora, cuál  (y cuándo) va a ser el final. Cada vez conozco más gente sin empleo o con salarios mucho menores a cuando inició la pandemia porque de plano, no hay de otra. Quizá un explicador pudiese tranquilizarnos y decirnos que todo cambiará, que nos irá bien. O al menos, con su voz podría quitar la incertidumbre y comenzaríamos todos a resignarnos. 

Esta trama absurda necesita un explicador que por lo menos agregue el ritmo de un pandero, o el sonido de las cuerdas de un violín que acompañe la trama. Pero no, los explicadores se han ido con el cine mudo. Así ocurrió con Heigo Kurosawa, un explicador japonés que llegó a convertirse en una especie de celebridad por la gracia de su empeño, hasta que en 1930 se quedó sin trabajo cuando el cine agregó sonido a su imagen. Heigo se suicidó tres años después, incapacitado para adaptarse a los nuevos tiempos. Su hermano pequeño, que lo acompañaba frecuentemente a las funciones se enamoró del cine nuevo, el de voz, y creció para convertirse en el gran Akira Kurosawa.  

Quizá todo esto que estamos viviendo sirva para resucitar a los explicadores, buscar palabras y sonidos y dar sentido a  esta época a través de la narrativa. Pero francamente lo mejor, sería sobrevivir siendo otros, los que se adaptaron, los que decidieron dirigir sus propias películas sin renegar del pasado, haciéndolo más bien majestuoso. Y que el espíritu de los Kurosawa nos inspire.