Pequeña lectora

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Cuando comenzaba a dar clase tuve una alumna de esas que no se  olvidan fácilmente.  La chica era delgada y pequeñita. Yo , para mis adentros, le decía “Palillito”. Palillito no la tenía sencilla, era foránea, tenía un nivel académico por debajo de la gente de su generación, debido a que había estudiado hasta la preparatoria en escuelas alejadas, en donde un día había clase y tres no. Sin embargo, Palillito era una chica avivada. Buena para entender y hambrienta de cualquier cosa que pudiera aumentar su bagaje cultural. De entrada, cada que yo preguntaba sobre alguna hipótesis que los chicos pudieran aventurarse a formular con respecto a un hecho estudiado en mi materia, que es Ciencias Políticas, Palillito se lanzaba sin temor a generar escenarios posibles y causas probables. Su redacción y ortografía eran un desastre, pero cada ensayo mostraba un avance lento, pero significativo. Le gustaba aprender.

En una de las primera clases, les encargué leyeran Casi el Paraíso, de Luis Spota. Señalé ciertos capítulos específicos  para después analizarlos en clase. Como la primera parte iban a perdérsela, fungí de una especie de cuentista y puse a los alumnos al día hasta la parte que ellos se encargarían de leer. Palillo me puso la atención de una niña a la que llevan por primera vez al cine, y para mi sorpresa, al acabar la clase me pidió el libro completo. Yo suelo prestar libros a los alumnos, así que se lo dejé. Tres días después llegó a clase con ojeras, mi libro y una paleta Coronado de cajeta para agradecerme el préstamo. Luego, me pidió otro libro, el que fuera. Le presté un clásico, Cien Años de Soledad. Luego otro, y otro, y otro. Ese semestre, debió de leer unos seis libros. Siempre los devolvió en buen estado. O bueno, casi siempre. Una vez, muerta de la pena, me dijo que le apenaba informarme que se le había vaciado el café sobre mi libro. Temí lo peor. La verdad, es que aquello no era mas que un puñado de hojas con apariencia de pergamino antiguo y olor delicioso. Marcas de guerra. Nada más.

Ya para terminar el semestre, a raíz de ciertos comentarios sobre la Guerra Civil Española, le presté El Lector de Julio Verne, de Almudena Grandes. Palillo volvió con el libro al igual que la primera vez, a los tres días. Para entonces ella ya sabía que con mis libros no debía de correr prisa, que no iba a cobrarle retrasos como en las bibliotecas.  La noté distinta. Al finalizar la clase, cuando nos quedamos solas, me entregó el libro en silencio. Le  pregunté que qué le había parecido la historia de aquél pequeño niño, hijo de un guardia civil al que todos temían, apostado en un puesto fronterizo. Ella, se tardó en responder. Tragó saliva. El protagonista era, además de un  jovencito, un chico físicamente débil, pequeño de estatura, que nunca  sería admitido en la Guardia Civil, y con muy pocos recursos económicos. Por eso, sus padres, preocupados porque tuviera un futuro, deciden enviarlo a clases particulares con unos vecinos que parecían los más cultos de la pequeña población. Ahí, conoció las novelas de Julio Verne, y con ellas, la posibilidad de vivir mundos lejanos, crear oportunidades que parecen casi mágicas y saber que el mundo se hace mucho más grande, pero mucho más cercano, con las páginas de un libro entre las manos. Entonces, Palillito comenzó a llorar. Aquél niño era ella. Aquellos libros de Verne, eran los suyos. 

Hoy es Día Nacional del Libro. Y aunque las estadísticas nacionales no están como para lanzar campanas al vuelo por el bajo nivel de lectura que tenemos en este país, lo cierto es que por cada millar de personas que no leen, existe una pequeña Palillito cuyo mundo se abre gracias a lo que descubre entre el olor a papel y las letras de un libro. 

Palillito se fue, como todos mis alumnos, con el semestre. Recibí un correo electrónico de ella, años después. Estaba acabando la maestría en algún lugar de Europa y pensaba postularse para el doctorado. Era feliz y planeaba dedicarse a la investigación. Me contó sus lecturas más recientes y compartió algún texto que había escrito. Palillito había salido al mundo empujada por la vuelta de hoja de un libro. Por gente como ella, este día vale la pena.