Sabe agridulce

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En estos días extraños, lo normal es navegar entre sentimientos encontrados. El fin de semana comenzamos a media mañana a escuchar sonidos de claxon de vehículos y una gran alharaca en la usualmente silenciosa calle en la que vivimos. Al asomarnos por las ventanas, una veintena de carros desfilaban, con globos y confeti, frente a una casa vecina, donde una adolescente recibía desde el quicio de la puerta de su casa, la felicitación de sus amigas. Algunas se bajaron de los carros y desde la banqueta entregaron regalos y cotorrearon por breves minutos. Yo veía desde arriba el espectáculo y pude adivinar que debajo de los cubrebocas había sonrisas, pero en los ojos de las chicas también había un dejo de nostalgia. No se necesita mucho para inferir que las celebraciones hubieran sido distintas si no hubiese pandemia. Eran miradas de lo que pudo haber sido y no fue. Después de una media hora, los carros y sus ocupantes desaparecieron y la cumpleañera entró  de regreso a su casa, con globos, regalos y pasteles. La puerta se cerró y la calle volvió a sumirse en el silencio.

 Al día siguiente, curiosamente, se escuchó de nueva cuenta un inusual ruido de carros, esta vez acompañados del estrepitoso sonido del escape de un grupo de motocicletas. Otra chica cumplía años e infiero que los amigos de sus papás, miembros de un grupo de motoqueros, fueron a rendirle homenaje. Desde nuestra ventana veíamos divertidos a esa docena de hombres con rudos chalecos de cuero negro, aventar papelitos brillosos  a la puerta de la chica. Luego, desfilaron amigos de la escuela y cuando la calle ya estaba llena, se bajaron de una camioneta un grupo de mariachis perfectamente uniformados. Vaya, hasta el cubrebocas traían a juego. Sonaron Las Mañanitas acompasadas de una lluvia que parecía no querer molestar las notas musicales, pero que tampoco parecía dispuesta a parar. Los mariachis se acomodaron debajo de un enorme laurel de la india y continuaron tocando la hora completa que les pagaron. Mientras tanto, la gente se notaba ávida por convivir, pero buscando, hasta eso, conservar el bendito metro y medio de sana distancia.  Yo cerré mi ventana y dejé que los festejos continuaran para no pasarme de intrusiva. Luego, los mariachis callaron y de mi mano sin fuerza cayó mi compa, sin darme cuenta. Bueno, más o menos, porque no traía copa, pero  lo que sí se cayó, fue mi ánimo. Me dio pena que aquellos que notoriamente  hubiesen gustado de jolgorios, se tuviesen  que conformar con desfiles. Claro, es mucho mejor eso a enfermarse o hacer un contagiadero, pero creo que  no deja de ser una experiencia agridulce.   

Mi cumpleaños también fue en pandemia. No hubo desfiles a mi puerta, cosa que agradezco profundamente porque confieso sin pudor que soy una introvertida de closet y que si de por sí entre los momentos más incómodos de mi vida cuento aquellos donde me cantan las mañanitas, no imagino estar parada viendo pasar a mis quereres felicitándome desde sus carros. No sé que cara pondría. Lo cierto es que afortunadamente a todo podemos adaptarnos. A mí me vino bien una exclusiva celebración entre los cuatro miembros de este clan, y los jolgoriosos han encontrado también la manera de  hacer memorables sus pandémicos onomásticos. 

A estas alturas, cualquier intento por adivinar cuándo terminará esto resulta fútil. Ya muchos no buscamos pronósticos, sino  profecías. Pero en cualquier caso, todos estamos comiendo del mismo plato, uno que sabe agridulce.