Santiago

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La primera vez que recibí un paquete del correo a mi nombre, fue cuando tenía unos siete años. El cartero timbró a la puerta de mi casa y entregó dos cajitas grises, rectangulares, escritas con la perfecta y garigoleada caligrafía de mi tío Santiago, quien entonces estaba estudiando la maestría en España. Las cajas venían dirigidas una a mi hermana y otra a mí y nos sentimos lo máximo por recibir un paquete de grandes. Adentro de las cajas había dos mantillas españolas de fondo blanco, adornadas con claveles rojos. El sábado, en un afán inútil por regresar a Santiago a la vida, saqué del cajón mi mantilla y la planché. La extendí sobre mi cama, donde se quedó todo el día, en honor a él.

La primera vez que comí tortilla de patata española, fue porque mi tío Santiago me la dio a probar. Él acababa de llegar del  otro lado del charco y  yo lo veía ya muy grande; aunque haciendo cuentas, era mucho más joven de lo que ahora soy. Llegó con su novia, Asunción, y tuvimos una época donde ambos iban a casa de mis papás por mi hermana y por mí y nos llevaban a las matinés del   Cine Avenida. Ahí aprendí también la bonita costumbre de meter comida al cine: entrábamos bien aprovisionados con sendas tortas de bolillo relleno de tortilla de papa, que desde entonces se volvió  uno de mis alimentos favoritos. Luego, nos llevaban a su departamento a jugar y a comer dulces a lo bestia. Supongo que mi mamá recibía después a un par de escuinclas hiperactivas sudando azúcar.  

La primera vez que entré a la bendita clase de Derecho Administrativo, a las siete de la madrugada, ahí estaba ya Santiago, con su caligrafía perfecta y el pizarrón lleno de cualquier cantidad de preceptos que debíamos de memorizar. La obsesión Camacho –mía y de él-por la puntualidad,  hacía que llegara antes de la hora señalada a clase, aunque estuviera oscuro y la luna todavía no se escondiera. Sabía que me cerraría la puerta en las narices si osaba llegar un minuto después de las siete. Él y yo nos aventamos todo el año  una especie de competencia por ver qué Camacho entraba primero al salón. Decretamos empate. Luego, un día sí y otro también, me tomaba la clase en un afán, supongo, por demostrar que le valía sombrilla si yo era su sobrina. Tenía que ser igual que todos los demás. No iba a haber favoritismos. Me gané a pulso la calificación de su clase. 

La primera vez que di clases en Leyes, en el incomodísimo horario de las tres de la tarde, ahí estaba Santiago, a las puertas de la Facultad, esperándome. Me llevó a la salita donde debían firmar los maestros antes de entrar con los alumnos, checó en qué salón me tocaba, me llevó a otra oficina donde me dieron el portafolio que ese año se entregó para los maestros, me llevó un paquete de plumones y un borrador, me presentó a los intendentes, me acompañó al salón y me dijo con secreto orgullo: “Que te diviertas, Mija”.  

La primera vez que me sentí en la confianza de entrar a esa tierra desconocida que era el salón de maestros de Leyes, fue porque vi a Santiago adentro, grillando con otros profes. Ya llevaba meses dando clase  en la Universidad, pero ver a esas vacas sagradas que fueron mis maestros, me inhibía entrar a ese espacio parecido al monte Olimpo, siendo yo una vil mortal. Pero si ahí estaba Santiago, algo de humano había de tener y entré como si nada, pero con el corazón en la boca: “ -Pásale, Mija, aquí estoy con estos cabrones- “Y de tajo, mis maestros se hicieron humanos. 

Santiago se ha ido. Tuvo la decencia de morirse un día antes de mi cumpleaños. Creo que lo hizo para que yo sintiera la vida como nunca,  al tener que enfrentarla con su muerte.  Misión cumplida, tío Santiago: entiendo a la muerte como parte de la vida. 

Lo que no sé es cómo voy a enfrentar el semestre que entra, cuando sea la primera vez que entre a Leyes y sepa que Santiago ya no va a estar.