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In-D: Medio siglo de Bohemian Rhapsody

Por Daniel Tristán

Octubre 01, 2025 11:24 a.m.

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In-D: Medio siglo de Bohemian Rhapsody

En 1975 Queen lanzó al mundo una pieza que aún hoy parece imposible: Bohemian Rhapsody. Medio siglo después, la canción no ha perdido su halo de misterio ni su poder de fascinación. Y quizá lo más impresionante no sea ya la magnitud de su éxito o el culto que se le rinde, sino el hecho de que semejante obra haya sido posible en un contexto donde absolutamente todo costaba: el tiempo en el estudio, la cinta en la que se grababa, la paciencia de los ingenieros, los límites de la tecnología. No había atajos, no había "copy-paste", no había software para corregir lo que un músico no supiera ejecutar. Había, en cambio, una disciplina férrea que obligaba a cada integrante de la banda a llegar preparado, ensayado, afilado como cuchilla, porque cada error representaba dinero.

Ese es, quizá, el gran contraste con la industria musical actual. Bohemian Rhapsody es hija de un esfuerzo meticuloso, de una planificación obsesiva y de un proceso que exigía tanto del talento como de la economía. Freddie Mercury escribió y concibió la obra como una pequeña ópera dentro de una canción de rock, un Frankenstein musical que unía balada, coros operísticos y guitarras pesadas. El proceso de grabación tomó semanas enteras, con más de 180 capas de voces que se grabaron una y otra vez sobre cinta analógica. Si la banda no llegaba con las partes bien aprendidas, eso significaba repetir sesiones, gastar más cinta, invertir más dinero. El lujo de la improvisación era mínimo: la creatividad podía ser desbordada, pero la ejecución debía ser precisa.

En la actualidad, la música pop rara vez carga con ese rigor. El costo de grabar se ha desplomado. Lo que antes requería estudios enteros y equipos multimillonarios, hoy puede resolverse con una laptop y un par de programas descargados de internet. Eso, en apariencia, democratiza la creación: cualquiera puede grabar en su habitación, sin límites de tiempo ni de cinta. Pero esa comodidad ha tenido un efecto colateral evidente: la falta de preparación. Los músicos jóvenes, confiados en que siempre se puede repetir, corregir, editar o incluso arreglar automáticamente con un software, ya no sienten la necesidad de llegar listos. La disciplina del ensayo se ha diluido en la comodidad del "ya lo arreglamos en la mezcla".

Y es ahí donde el contraste duele más. Bohemian Rhapsody no solo es una obra monumental por su composición, sino porque cada segundo está cimentado en un sacrificio tangible. Hubo costos, hubo desvelos, hubo tensión. Cada capa vocal fue grabada a fuerza de garganta, no de un plugin. Cada entrada de guitarra exigió precisión quirúrgica, no la posibilidad de "cortar y pegar" en la edición digital. Cada decisión representaba gasto y, por tanto, compromiso. Lo que escuchamos en esa canción es el eco de una época en la que la música tenía un precio real, y ese precio obligaba al músico a ser músico de verdad.

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Hoy, en cambio, vivimos en la era de la abundancia sonora y de la inmediatez complaciente. Canciones diseñadas para durar lo que un scroll en TikTok, grabaciones que se corrigen hasta el cansancio en Pro Tools o Logic, voces planas que se afinan con un clic, guitarras reemplazadas por loops prefabricados. La facilidad técnica se ha confundido con genialidad creativa. Y aunque es cierto que el acceso ha permitido que más personas hagan música, también es cierto que ese acceso ha devaluado la exigencia. Es más fácil hacer, pero más difícil trascender.

Bohemian Rhapsody trasciende porque no es producto de la facilidad, sino de la dificultad. Medio siglo después, suena tan monumental porque nació de una batalla entre el deseo artístico y las limitaciones materiales. Y esa tensión es la que le da alma. En nuestra era digital, en cambio, la falta de límites ha generado un océano de canciones que flotan en la comodidad pero rara vez alcanzan la épica.

El aniversario de esta obra maestra debería servirnos no solo para celebrar a Queen, sino para reflexionar sobre lo que hemos perdido. No se trata de rechazar la tecnología ni de romantizar el pasado por el simple hecho de serlo. Se trata de recordar que el arte, cuando cuesta, cuando exige, cuando incomoda, tiende a alcanzar alturas insospechadas. Bohemian Rhapsody es prueba de que las canciones más grandes nacen cuando los músicos ponen todo en juego, incluso su bolsillo y su tiempo. La música de hoy, en cambio, parece haberse olvidado de esa verdad incómoda: que el arte sin esfuerzo es solo entretenimiento, y que el entretenimiento, por más inmediato y brillante que sea, raras veces se convierte en legado.