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In-D: Se nos están apagando las estrellas

Por Redacción

Octubre 08, 2025 11:29 a.m.

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Rod Stewart  realiza actualmente una gira por México / Foto: Archivo

Rod Stewart realiza actualmente una gira por México / Foto: Archivo

Hay épocas que se despiden con un ruido tan profundo que se confunde con el silencio. La herida por la muerte de Ozzy Osbourne aún no cicatriza del todo, y con él se apagó otra chispa de una generación que parecía inmortal. Esta semana Rod Stewart visita nuestro país con su gira de despedida, los Rolling Stones amenazan con la suya, y uno a uno los grandes dioses de la música comienzan a descender del escenario para no volver. No sólo están muriendo los ídolos, está muriendo el concepto mismo de idolatría musical.

Durante décadas, el arte de escuchar música fue también el arte de creer en alguien. Un ídolo no era sólo quien tocaba una canción: era quien construía un mito. Elvis movía la cadera y alteraba la moral de un país. Lennon escribía una utopía. Bowie era una galaxia en sí mismo. Freddie Mercury convirtió el exceso en religión. Había discos que definían generaciones, canciones que se convertían en himnos y giras que funcionaban como peregrinaciones. Pero esa era está por terminar, y lo que viene es incierto: una crisis de ídolos en un tiempo que ya no permite que nadie trascienda.

Las causas son muchas y, como todo lo complejo, se cruzan entre sí. Primero, la más evidente: ya no hay clásicos. Difícilmente alguien dentro de treinta años podrá decir "el disco que todos compraron en 2025 fue este". No porque falten músicos talentosos, sino porque el propio concepto de "disco" se extinguió. La industria cambió de religión: ahora se rinde al algoritmo, a los sencillos semanales, a la estadística disfrazada de arte. Hoy se suben miles de canciones al día a las plataformas digitales, tantas que ya se ha vuelto imposible construir un proyecto que se consolide como estandarte de una generación. La música ya no se comparte como experiencia colectiva, sino como ruido de fondo personalizado.

También estamos ante una generación de escuchas saturados. El acceso ilimitado ha matado la curiosidad. Las nuevas audiencias, acostumbradas al "skip", parecen más interesadas en descubrir lo que el algoritmo les permite que en buscar algo nuevo por voluntad propia. Paradójicamente, nunca hubo tanta música disponible y nunca se escuchó tan poco con el alma.

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A esto se suma la apatía de los medios de comunicación, que en lugar de ser impulsores del relevo generacional, actúan como vitrinas recicladas del pasado. Falta espacio para las bandas emergentes, falta riesgo en la programación, falta hambre por descubrir. Los medios se volvieron cómodos: prefieren la nostalgia garantizada al vértigo de lo nuevo.

Y luego está el público, nosotros, los supuestos amantes de la música. Esa absurda filosofía del "no voy al concierto porque no conozco a la banda" se ha vuelto una especie de peste cultural. Es tan absurdo como decir "no voy al cine porque no conozco la película". Justamente de eso se trata: de conocerla. De abrir los oídos antes que el juicio. De ir sin prejuicio a descubrir qué nuevas voces merecen el escenario. Porque si sólo asistimos a ver a los que ya conocemos, el día que mueran, como están muriendo uno por uno, nos quedaremos sin nadie a quién ir a ver.

Estamos en un punto crítico. Si no apoyamos a los nuevos artistas, si no les damos tiempo, escucha y espacio, no habrá nadie que tome la estafeta. Los festivales seguirán llenando sus carteles con los mismos nombres, sólo que cada año más viejos, más frágiles, más simbólicos. Y cuando ellos se vayan, no habrá mitología que heredar.

El problema no es sólo musical, es cultural. Estamos perdiendo la capacidad de creer en algo o en alguien que no esté mediado por el algoritmo. Los ídolos de antes eran humanos, imperfectos, polémicos, grandiosos y miserables al mismo tiempo. Hoy, en cambio, queremos artistas que no incomoden, que no envejezcan, que no fallen. Pero los mitos nacen del exceso y de la contradicción, no del cálculo ni de la corrección.

Quizá lo que venga no sea una era sin ídolos, sino una era sin fe. Una en la que la música seguirá sonando, sí, pero sin provocar esa sensación de comunión colectiva que nos hacía sentir parte de algo más grande. Cuando se apague la última guitarra de los Rolling Stones, no sólo terminará una banda: terminará una forma de creer en el poder de la música como acto de trascendencia.

Por eso esta columna no es una elegía, sino un reclamo. A los medios, por su cobardía. A los oyentes, por su apatía. Y a nosotros mismos, por olvidar que cada leyenda empezó siendo una apuesta incierta. Si no vamos a los conciertos de los nuevos, si no les damos la oportunidad de crecer, mañana no habrá conciertos de nadie.

 Y entonces sí, el silencio será total.