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El monstruo que somos

Por Yolanda Camacho Zapata

Noviembre 25, 2025 03:00 a.m.

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Desde hace mucho sabemos que Guillermo del Toro tiene un don para contar historias; sin embargo, el mérito mayor lo tiene Mary Shelly, por crear una historia tan compleja como “Frankenstein o el moderno Prometeo”, que es el título completo. Si ustedes recuerdan, el mito de Prometeo, así muy resumido, cuenta que Prometeo, -hijo  de Jápeto, quien era uno de los titanes-, un buen día decidió robar el fuego, hasta entonces desconocido a los humanos, y dárselos a éstos para que lo usaran y la vida se les hiciera más fácil. Los dioses, y en especial Zeus, montó en cólera y decidió castigarlo encadenándolo y haciendo que un águila se comiera su hígado. Pero como Prometeo era inmortal, cada noche el hígado le volvía a crecer y a la mañana siguiente revivía su tortura.

Ahora bien, en Frankenstein lo que tenemos, contado de una hermosísima manera por Del Toro, es la representación de esa tentación frecuente que tenemos las personas por creernos dioses, dadores de vida, forjadores de destinos, fundadores de todo principio y todo fin. El doctor Víctor Frankenstein es en el fondo es un niño sin amor que busca la validación de su padre y, de paso, su amor. Él se sabe inteligente, educado, por lo que entiende que tiene las herramientas para poder logra hacer de sí alguien que provoque respeto a la comunidad. Sin embargo, Frankenstein tiene también un gran ego,  terriblemente dañado. Carga consigo un complejo de inferioridad en toda regla y una tremenda inseguridad. Necesita sentir que le reconocen, que le aman, que le aplauden. Y pasa lo que pasa cuando se junta un ego enfermo con un deseo enfermizo por sobresalir: el dolor. 

Frankenstein fabrica a su criatura llevado por ese sentimiento que tarde o temprano, en mayor o menor medida, nos aqueja a todos: pensarnos como dioses, creer que manejamos la vida, la muerte y lo que hay en medio a nuestro antojo. La criatura es el reflejo de lo que nosotros somos: un ente formado por pedazos, que buscamos hacer de lo incompleto, algo que remotamente pueda parecerse a un ser con identidad propia, un ser íntegro en alma, mente y corazón. Sin embargo, jugar a dios resulta una ilusión. Aquello que buscamos crear como pleno, es también reflejo de nuestros propios pedazos, de nuestras propias deficiencias. 

La criatura es la que se ha vuelto popular en la cultura, no porque el tiempo lo haya representado como  simpático  ser de color verde con dos corchos por orejas; sino porque apela a la ilusión de creer que podemos controlar un montón de fragmentos y hacer de ello algo que podemos controlar; pero la verdad es que estamos frente a la representación de nuestra propia incertidumbre, de la ilusión de poder jugar el fuego sin consecuencias. 

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Por eso, aunque sea la criatura a la que llamamos Frankenstein, en realidad estamos llamado a ese humano que juega a ser Prometeo, que roba de los dioses, que busca cubrir sus huecos creando algo más, que busca fallidamente la gloria porque  no entendió que lo único que debía de arreglar, eran sus propios pedazos. 

Siempre voy a ser partidaria de los libros sobre las películas, pero esta chulada que nos regala Del Toro, es una como pocas -aunque confieso que, de su filmografía, sigo prefiriendo El Laberinto del Fauno-, llena de matices, sin perder ni una sola de las complejas capas de la humanidad. Por eso, hay que verla con calma y pensarla, porque ahí está reflejado el monstruo que somos.