Una batalla tras otra
En una época donde pareciera que todo lo que habíamos dado por sentado está esfumándose, el cine nos da una señal de alerta que se anida desde un llamado a la consciencia. La película de Paul Thomas Anderson, Una batalla tras otra, aparece en un momento oportunísimo. Por alguna razón que no acabamos de entender, pareciera que el mundo entero está volcándose hacia gobiernos con tónicas autoritarias y tintes dictatoriales. La democracia como método de vida cotidiana en donde la ciudadanía es agente de participación y clara punta de lanza de cambios que llevan a políticas públicas razonables y centradas; parece abandonarse cada vez más hacia una cultura que, a duras penas pueda llamarse alcanza el calificativo de parroquial, si no es que de súbdito, en el sentido establecido por Almond y Verba en su clásico ensayo de Ciencias Política, La Cultura Política. Así, pareciera que hemos renunciado voluntariamente a los papeles activos de la democracia para que el gobernante en turno nos diga qué hacer, como hacerlo y cuándo hacerlo. Pareciera incluso que estuviésemos reconociendo que la democracia estorba porque requiere de nuestra acción y que prefiriésemos la comodidad de quien nada más recibe órdenes que, al obedecerse nos premian con la permanencia del status quo.
De esta manera, la película de Thomas Anderson es, ante todo, una crítica. Por un lado y sin caer en adelantos que le estropeen las ganas de verla, hay un gobierno que se parece a muchos: conservador, antiinmigrante, intolerante a las diversidades y poderoso. Este gobierno tiene también un ala radical agrupada con un nombre absurdamente dulce que cree firmemente, dado su poder y debido a la posición de sus miembros en lugares variados, pero todos relevantes, que tienen una misión sagrada para conservar el status quo sin importar lo que cueste.
Por otro lado, hay un grupo decidido a frenar a la autocracia con tintes fascistas, movida por ideales de libertad, de entendimiento y de apertura hacia todas las razas, credos y orientaciones. Sin embargo, y como también ocurre, hacer revoluciones tiene también sus costos y no necesariamente monetarios. Se pierden en el camino familias, se abandonan los ideales ante las jerarquías, se instalan nuevas burocracias iguales o peores que las de los gobiernos establecidos. En el primer bando hay personas sin escrúpulos, movidos por la ambición de poder, convencidísimos de lo que hacen. Pero en el segundo bando militan otros que podrían ser sus calcos, el reflejo vivo de aquello que juraron no ser. Por eso, surgen los antihéroes, llenos de contradicciones, plagados de imperfecciones y entonces uno se da cuenta de que la línea que divide lo correcto de lo incorrecto, está pintada sobre arena. Y luego, desde la juventud, vuelve la esperanza, los ideales sin manchar, la relevancia del lo puro.
Por eso esta película medio distópica, medio cómica, medio negra, medio dura, entrega un paquete completito de reflexiones al hilo, de momentos de silencio incómodo y de pausas necesarias para replantearnos desde la pantalla, qué hemos hecho mal, en qué momento fallamos y por qué no nos ha importado corregir nada. No estorba que el conducto sean las fabulosas actuaciones de Leonardo Di Caprio, Chase Infinity y un Sean Penn que se lleva la película con una actuación brutal.
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Si a usted, lectora, lector querido, le provoca sentirse incómodo, vaya a ver Una Batalla tras Otra y verá como la batalla ni siquiera ha empezado y quién sabe si lo haga.










