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La estúpida consciencia

Por Yolanda Camacho Zapata

Septiembre 02, 2025 03:00 a.m.

A

Estoy a un año de cumplir el medio siglo y he de confesar que me causa una especie de dolor la estúpida consciencia que tengo sobre el paso del tiempo. Es entendible por qué en el cuento El Otro, de Borges, el joven Jorge Luis no quisiera regresar a esa banca en donde se había encontrado con el viejo Borges. Es cosa de valientes enfrentarse a quienes fuimos y ha de ser peor enfrentarse con los que seremos. 

En mi caso, veo venir la vejez. Eso, si todo sale bien… Sé que en algunos años tendré un inevitable deterioro físico que desde ya estoy tratando de contrarrestar haciendo eso que le llaman “mantenerse en buena forma”. Hago ejercicio, me unto protector solar, como frutas y verduras, leo mucho. Y aún así, se que el menoscabo está ahí, como una gota constante haciendo mella sobre la roca. Tarde o temprano, el agua hará mostrar su paso en esta piedra que creo ser.  He decidido rendirme. La batalla la ganará el tiempo; nadie, nunca, ha salido ileso. No tendría por qué ser yo la primera. Sin embargo, y hasta que llegue el momento, seguiré entregándome a la conservación de esta vasija que me fue prestada al nacer. Continuaré ejercitándome, comiendo brócolis y nopalitos. Pero, sobre todo, he decidido seguir maravillándome.

Hace un par de semanas mis papás cumplieron cincuenta años de casados. Empezaron dos, luego fuimos cuatro, ahora somos diez. Estuvieron ahí las familias de ambos, los amigos de toda la vida; pero también los nuevos, aquellos que van sumándose en el camino y que se vuelven indispensables para aguantar lo malo y compartir lo bueno. Eso me volvió a la estúpida consciencia del paso del tiempo. La gran mayoría de los que estuvieron me conocieron con mi cabello largo en dos trenzas, antes del uniforme del colegio. Ahora tengo hijos mucho más grandes que esa niña de cabello volátil. 

Por azares de la vida volvimos este fin de semana al lugar donde nos casamos. No habíamos vuelto en veintitrés años. Regresamos los que estuvimos en aquél entonces, pero ahora también con mis hijos, con mis sobrinos. Recorrimos cada patio, cada esquina y Marcos y yo nombramos a esos que ya se fueron: nuestros abuelos, nuestros tíos… Ellos, que parecían presencias eternas y que al final, se murieron como todos. Como nosotros eventualmente nosotros lo haremos. Ahí, en esa banca de piedra, estábamos sentados  yo, con mi vestido blanco, Marcos, con su corbata hecha a mano. Nos estábamos viendo, nosotros a esos jóvenes que fuimos, ellos a estas personas maduras que ahora somos. Los cuatro a estos jóvenes que son nuestros hijos. Nos sorprendimos, nos asustamos. Quisimos llorar. Nos gustamos antes, nos gustamos ahora. Nos maravillamos. 

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He visto a varios evitar enfrentarse con el tiempo y más bien tratar de aprisionarlo para que no pase, querer hacer eterno su físico juvenil, hacer perpetuas las bobadas de los años mozos. He palpado la resistencia de pelear con uñas y dientes contra el tiempo. Les admiro la constancia, pero también les compadezco, porque van a perder. Se están perdiendo de la maravillosa oportunidad de saborear los años, tomarlos con lo que vienen y vivir, así, vil y llanamente, vivir.

La estúpida consciencia del paso del tiempo es un hecho atemorizante como la ola cercana de un tsunami, pero también es el único llamado que nos hará el universo para establecer que solamente tenemos  el presente y que la única certeza, es que somos efímeros.