Los niños, los mundos y la guerra
De pronto sentimos que el año se nos escapa. Cambia la luz, la intensidad del sol se suaviza y la luna parece crecer, maravillándonos una vez más.
Tomarse un rato en serio con los niños es como adentrarse en otros mundos: quizá conocidos, pero casi siempre olvidados. Volver a creer en hadas y brujas, y ver el estremecimiento en sus caritas, enciende luces en el corazón de los adultos que solemos ser, a veces, un poco rígidos.
Los niños devuelven el calor al alma, llenan el espíritu de chispas de colores y hacen brotar flores en esa tierra donde germina la ternura y la sencillez que alguna vez sentimos todos.
A los padres esto puede parecerles cotidiano, pero para los abuelos es como entrar a un reino encantado donde todo es posible, porque la imaginación no es algo irreal, sino un universo poblado de seres maravillosos nacidos del arcoíris.
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Ojalá nadie les arrebate la infancia de manera prematura, forzada o violenta. Ojalá nadie les robe la capacidad de asombro a esos niños que viven en carne propia la crueldad de quienes los consideran un objetivo de guerra, una presa fácil, un daño colateral o un número más en las estadísticas de la barbarie.
En México, aunque no vivimos un conflicto armado formal, muchas comunidades marginadas sufren los efectos de una guerra silenciosa que parece no existir, pero que se siente: la del hambre, la violencia y el abandono. Nos hemos acostumbrado a ella como si fuera parte del paisaje.
Hoy pienso en todos esos niños que han sido víctimas de tantas formas que ya existen nombres para cada una: abuso, trata, desplazamiento, orfandad, reclutamiento. Pienso también en los niños de los países en guerra, en los hijos de quienes han muerto bajo bombas, balas o indiferencia.
Y pienso que quizá la única manera de aliviar, aunque sea un poco, tanto dolor, es dejar de votar por los mismos gobiernos y las mismas estructuras que nos han conducido hasta aquí. Porque el futuro —ese que aún puede salvarse— lleva rostro de niño.
Pero ese rostro también nos mira, esperando algo más que promesas o discursos. La verdadera protección no se logra solo con leyes, sino con educación: con aulas donde los niños aprendan a pensar y no a temer, donde la curiosidad sea más fuerte que la violencia, donde la palabra sustituya al golpe. La educación, cuando es libre y humana, es el primer refugio contra la guerra y la última frontera contra la crueldad.
Educar es plantar semillas de esperanza en tierra árida; es enseñar que el conocimiento no sirve para dominar, sino para cuidar. Por eso cada escuela abierta, cada maestro comprometido y cada libro leído son formas silenciosas de resistencia.
Ojalá recordemos que proteger a un niño no es solo alimentarlo o vestirlo, sino defender su derecho a imaginar, a preguntar, a crear mundos nuevos donde la ternura no sea una rareza. Porque el día que dejemos de hacerlo, la infancia —esa patria común de todos— se extinguirá en nosotros también.
Y pienso, finalmente, en una niña llamada Greta Tintin Eleonora Ernman Thunberg, que se atrevió a hablarle al poder con la voz temblorosa de la verdad. Tenía apenas quince años y ya entendía lo que muchos adultos olvidamos: que cuidar el planeta y proteger a los niños son la misma causa.
A ella, y a todos los niños valientes del mundo, gracias por recordarnos que la infancia también puede ser un acto de resistencia.
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