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Fiscal

Por José Santos Zavala

Diciembre 03, 2025 03:00 a.m.

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La salida del Fiscal General de la República no fue una decisión personal, como pretende la versión oficial. Fue, ante todo, el colapso de un experimento institucional que prometió independencia, pero terminó replicando los vicios que pretendía reformar. Su renuncia, aceptada por el Senado, revela que la autonomía de la institución no depende tanto de lo que establece la Constitución como de la correlación de poderes reales en el país. Su carta de renuncia no mencionó una sola causa grave como exige la ley, sino que se limitó a agradecer la oferta de la presidenta de convertirlo en embajador en un “país amigo”. La mayoría legislativa calificó como “causa grave” el hecho de que un servidor público aceptara otro encargo, algo que ni la Constitución ni la Ley de la Fiscalía contemplan como tal. 

Esta circunstancia técnica encubre una realidad más profunda: el fiscal no se fue porque quiso, sino porque ya no podía quedarse. Las fuentes periodísticas coinciden en que su relación con la presidenta se había tensado en las últimas semanas, especialmente con el Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, quien ejerce influencia directa sobre la sucesora interina. Derivado de esta evidencia la conclusión es simple: una fiscalía autónoma solo funciona cuando su titular puede investigar sin restricciones políticas. La reforma constitucional de 2014 creó la FGR para independizar la persecución del delito de los caprichos del Ejecutivo. Sin embargo, la práctica demostró que la autonomía legal no se traduce en autonomía real si el fiscal depende del favor presidencial para mantenerse en el cargo.

Durante su gestión, la Fiscalía avanzó en casos como el huachicol o la Estafa Maestra, pero sin lograr sentencias condenatorias significativas. Simultáneamente, se vio envuelto en polémicas personales, como el caso de su hermano fallecido en Puebla, que usó recursos públicos para investigar. La institución se convirtió en un instrumento de armas políticas selectivas, investigando a opositores mientras archivaba expedientes sensibles para el gobierno. Esta politización no fue casual, sino el resultado de un diseño institucional defectuoso: el fiscal necesita la voluntad política del presidente para ser designado y del Senado para ser ratificado, pero también enfrenta presiones de facto que la ley no anticipó. 

En realidad, la renuncia obedece a tres causas: (1), el conflicto de legitimidad: a sus 86 años y con una gestión cuestionada, por lo que había perdido capacidad de ejercer autoridad moral. La edad no es impedimento legal, pero sí político cuando la sociedad demanda resultados. (2) La pérdida de apoyo presidencial, quien necesita una Fiscalía que responda a su agenda, no a sus opositores. (3) El acumulado de expedientes peligrosos. Las investigaciones sobre corrupción, huachicol fiscal y tráfico de influencias que la FGR mantenía congeladas se convirtieron en una moneda de cambio. El fiscal sabía demasiado, y su permanencia representaba un riesgo para actores del propio gobierno. La embajada no es un premio, sino un destierro diplomático que lo saca del circuito de poder sin crear un mártir.

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La oposición tiene razón en señalar que la “causa grave” fue una ficción legal para encubrir una destitución de facto. El PAN y MC argumentaron correctamente que aceptar otra función pública no es motivo constitucional para la renuncia forzosa de un fiscal. El PRI denunció un “sello autoritario” en el proceso. Morena argumentó que fue una decisión personal porque el Fiscal aceptó voluntariamente la embajada. Pero esta versión no explica por qué el Senado tuvo que forzar la calificación de “causa grave” para encajar la salida en el marco legal. Tampoco explica las horas de tensión del 27 de noviembre, cuando los senadores esperaron infructuosamente la carta que no llegaba, en un teatro político que terminó con una votación apresurada. 

El impacto institucional es severo: (1) Se establece un precedente: un fiscal puede ser removido sin causa grave real, basta con que el presidente le ofrezca otro cargo. Esto vulnera la autonomía de futuros titulares, que sabrán que su permanencia depende de la lealtad, no del desempeño. (2) La FGR queda bajo control directo del Ejecutivo. La separación de funciones entre investigación y seguridad, clave para el Estado de derecho, se diluye. (3) Los casos pendientes se politizarán aún más. Los expedientes de corrupción de gobiernos pasados, el huachicol, las violaciones a derechos humanos, y las investigaciones sobre narcotráfico quedarán en manos de una gestión que tendrá que decidir entre investigar a sus aliados o mantener la cohesión de la coalición gobernante.

En conclusión: La renuncia del Fiscal es un laboratorio de lo que ocurre cuando las instituciones formales chocan con las prácticas informales del poder. La lección es clara: la autonomía de cualquier institución pública, no se garantiza solo con leyes. Se requieren contrapesos efectivos, presupuesto independiente, y cultura política de respeto a las leyes. La renuncia no fue un acto de voluntad, sino el resultado de presiones institucionales que la ley no pudo contener. La causa grave no estuvo en la embajada, sino en la imposibilidad de gobernar una Fiscalía sin someterse al poder real. Las consecuencias no serán inmediatas, pero México acaba de perder una oportunidad de consolidar la independencia de su sistema de justicia. Próxima colaboración: 17 de diciembre de 2025.

@jszslp